Vivo en una comunidad rural; en Don Pedro, para más señas. Aún no sé si Don Pedro pertenece al municipio de Santiago de los Caballeros, Tamboril o Licey al Medio. Es una zona interface, como anotan los urbanistas en sus diseños técnicos. Aparte de que ninguna de las tres alcaldías mencionadas quiere intervenir en la solución de los problemas básicos, el servicio de energía sobresale por ser tan deficiente que en ocasiones el cableado eléctrico doméstico se utiliza para tender al sol las ropas mojadas.
Puedes reírse si quieres. Yo mismo lo cuento a mis amigos a manera de broma, sabedor de que es tan real que parece divertido. Las prendas íntimas de las vecinas flotan al aire como mariposas.
Justamente ahorita conversaba con mi amigo José—Tato– Benito. Iban casi seis horas sin electricidad y Tato, quien trajo una botella de ron por “los hombros”, me encontró afinando las notas de este artículo.
Mi hermana Zeneida preparaba café.
Gregory, mi sobrino, andaba por ahí con cara de aburrido. Él es un niño obediente y de temperamento apacible. Sufre del Síndrome de Down, pero sorprende constantemente con ráfagas de ingenio. De contextura y aspecto rechonchón, pasa los días escuchando música en la radio o viendo televisión, cuando hay luz.
El inversor de energía hace más de un año que se dañó. Era de un kilo y sólo tenía dos baterías. Recuerdo que me lo vendió “fíao” Alice O’Radou, una amiga francesa. Los largos apagones y “prendiones” repentinos, con sus respectivas subidas y bajadas de voltaje, lo convirtieron en nada.
Pues bien, una hora de conversación y varios temas afinados al compás de la botella que ya iba por la cintura. Al punto que le dimos más vueltas, sin embargo, fue al establecimiento del servicio energético 24 horas. Como el año próximo hay elecciones, están calentando el asunto con la intención de manipular la esperanza de la gente y así conquistar el voto de los vecinos y vecinas.
–“Pero se le va a ir el tiro por la culata”–, enfatizó José Benito y, agarrando de pronto la botella, –“Quien cree en los políticos, no puede creer en Dios”– agregó. Aquí los políticos vienen, en tiempo de elecciones, sólo a buscar los votos.
Hubo un tema, no obstante, que no traté, aunque lo vengo rumiando durante dos años: el desempleo. Pero no el índice de desempleo del país, sino mi desempleo. Por eso los apagones me ponen fuera de balance. Como sé que “al dedo malo todo se le pega”, que tal si me llega una oferta de trabajo a mi correo electrónico y pierdo la oportunidad por no poder contestar a tiempo. A todas las puertas que he tocado, siempre tengo la sensación de que he llegado tarde.
–“¡Tiiquitiiiiiiiiiii! ¡Llegó la luz!”– Tronó la voz de Gregory.
De inmediato miré a Tato a los ojos y respirando profundo dije: “bueno, te dejo aquí, yo debo ponerme a trabajar mi artículo antes de que la luz se vaya de nuevo”.
–“Sííí, sí Miguel, porque sólo están dando entre tres y tres horas y media de luz”—dijo Tato.
A seguidas tomé la botella por el cuello como se agarra el toro por los cuernos y me serví un trago en un vaso de fondo cuadrado. Miré de nuevo a Tato y, sin decir palabra, apuré el trago de un sorbo y me retiré.
Efectivamente, tres horas y media más tarde, ¡Fuuuaá!, se fue la luz.
Entonces, albergando una esperanza… me dirigí de nuevo a la sala de estar donde conversaba con Tato, quien se había ido. Otra vez vi a Gregory, quien permanecía sentado en una mecedora de plástico de color blanco, frente al televisor. Uno de los brazos de la mecedora estaba roto, pero sujetado en su sitio con un alambre de cobre. El dejo de tristeza en los ojos de Gregory se notaba a legua.
Sobre la mesita de madera, con barniz color caoba, estaban las tazas del café. Y al ladito de éstas los vasos, todavía con el aroma embrujado de la caña añeja. Y, más allá, en un rincón de la sala, quedó la botella de ron, desnuda. Perdón, vacía.
En la cocina Zeneida tarareaba bajito la melodía de una bachata.
Y entonces pensé que usted, mi amigo lector, por poco no lee esta pequeña historia.