La violencia es un fenómeno social que se retroalimenta. La violencia tiende a generar respuestas violentas. De ahí la gravedad de esta manifestación. Tanto la violencia visible como la violencia soterrada han sido temas que he venido desarrollando con insistencia desde que inicié mi columna en Acento.com.

Es actualmente difícil obviar la violencia, pues ella está al orden del día en la primera plana de los medios de comunicación en todas sus vertientes: verbal, emocional, psicológica, física y económica. Siempre uno cree haber tocado el fondo y la nueva información de un suceso más desgarrador que el precedente nos interpela de pronto.

El tema de la violencia se relaciona con la ética aplicada a los actos humanos que tienen, o pueden tener, efectos significativos sobre otros humanos y sobre el entorno social. Es así como estos actos podrán ser juzgados como buenos o malos, positivos o negativos, justos o injustos, proporcionados o desproporcionados, de acuerdo a alguna escala de valores inteligible y aceptable, en principio, por cualquier persona en su sano juicio. 

La Convención Universal de los Derechos Humanos atañe a la violencia y a su reducción a escala global. Conlleva derechos y obligaciones inherentes a todos las personas que nadie, ni el más poderoso de los gobiernos, tiene autoridad para negar. No hace distinción de sexo, nacionalidad, lugar de residencia, origen nacional o étnico, color, religión, lengua, edad, partido político o condición social, cultural o económica.

Los derechos humanos son metas universales, indivisibles e interdependientes. Sin embargo, se observa que los temas de derechos, en un mundo de valores erosionados, no concitan movimientos masivos de la sociedad en su favor, hasta que su falta genera desasosiego en la ciudadanía.  

Para poder vivir en una sociedad donde se aplican esos derechos debemos ser capaces, como colectividad, de establecer las reglas de juego para que la vida de los seres humanos sea siempre digna. 

La desintegración social, la pérdida de valores tradicionales y los cambios en los estilos de vida que afectan a nuestro país se hacen visibles en las manifestaciones de violencia intrafamiliar, en los abusos y en los suicidios, así como en la violencia de género y en la violencia social, en sentido general. No se trata de fenómenos nuevos pero sus manifestaciones van evolucionando, se hacen más visibles, generando miedos y cuestionamientos.

Gracias a la visiblidad, el tema de la violencia de género ha entrado en la agenda social por el empuje de la propia sociedad. Debido a la percepción subjetiva de que ésta se ha recrudecido, en la actualidad se está creando una conciencia de la realidad del problema que puede contribuir a un principio de soluciones.

Las sociedades van cambiando y aprenden, y cabe pensar que hay movimientos globales de avances. Pero quedan enormes vacíos de reflexión sobre el futuro y los caminos a recorrer deben incluir lo clínico, lo social y lo político. 

La valiente serie de reportajes publicados por el Listín Diario sobre la violencia de los abusos sexuales ejercidos por sacerdotes y pastores, solo confirma las enormes secuelas y los daños psicológicos irreversibles provocados por estas prácticas delictivas o criminales.

Si entre nuestros lideres espirituales, los que están supuestos a guiar la población sobre lo que es el Bien y el Mal, se encuentra un número significativo de criminales farsantes e hipócritas, ¿cómo sorprenderse que nuestros políticos no lo sean también y que nuestra población viva igualmente más allá del Bien y el Mal? 

Las noticias que leemos de manera casi cotidiana dan cuenta de sujetos que han perdido el norte, capaces de sobrepasar tabúes como el incesto, incapaces de controlar sus instintos más bajos, incapaces de vivir en sociedad, incapaces de ser ciudadanos.

La violencia es un problema estructural que guarda una estrecha relación con la carencia de oportunidades, con la “repartición del pastel” entre un pequeño grupo enquistado en el poder, con la desigualdad social y con la marginación de una parte de la población. También está directamente conectada con el carácter autoritario y patriarcal de nuestra cultura.

Contrariamente al credo pregonado por nuestra máxima autoridad de que vivimos “en un modelo ideal”, muchos dominicanos se declaran sin esperanza de futuro, sin utopía, sin fuerza moral para construir un país para todos, un país de ciudadanos con deberes y derechos.

La conciencia de la desigualdad social, la pérdida de fe en la política y en los partidos como motores de cambios colectivos y su percepción como motor de cambios individuales (“chupar de la teta del Estado”), la meta de “desgaritarse para los países”, aparecen en los resultados de todas las últimas encuestas de opinión y hacen obstáculo a la creación de ciudadanía.

Más allá de este desaliento, que parece estar bastante extendido, trabajar en el fomento de una sociedad más justa, con verdaderas oportunidades para el desarrollo humano, con instituciones transparentes y confiables marcadas por un paradigma democrático, parece ser la verdadera alternativa para erradicar la violencia y disminuir la criminalidad.

Se trata de la reconstrucción de lazos sociales que revelan quiebres importantes, de procurar nuevas estrategias para comprometer al ser humano a favor de la sociedad, en general, y de su comunidad, en particular. Cierto, que para lograr plenamente estos propósitos se requerirá de la puesta en marcha de un amplio proceso de transformaciones a nivel colectivo. No obstante, estos objetivos deben formar parte, desde ahora, del quehacer reflexivo y práctico de los profesionales de la salud mental y de los ámbitos psicosociales y comunitarios, así como de todas las personas que están dispuestas a trabajar a favor de un país más sano y más equitativo.