Los recientes Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016 han servido de escenario para culminar la glorificación de superestrellas deportivas como Michael Phelps y Usain Bolt. Leyendas de la natación y el atletismo respectivamente, ambos tipifican al “héroe occidental”, ese individuo capaz de realizar hazañas portentosas y de superar a todos sus adversarios en competencias que llevan al límite de la extenuación humana.

Pero, en estos juegos, se plasmó también otro tipo de heroísmo. En la competencia de ecuestre, la ganadora de la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, Adelinde Cornelissen, abandonó la carrera y la posibilidad de colgarse una medalla, al darse cuenta que su caballo Parzival se encontraba enfermo.

En los mismos juegos, pero en la carrera por la clasificación de los 5,000 metros, la corredora neozelandesa Nikki Hamblin tropezó, cayéndose y haciendo caer a la atleta estadounidense Abbey D' Agostino.

La norteamericana ayudó a Hamblin a incorporarse y luego de abrazarse con ella la estimuló a continuar.

Los jueces, valoraron el gesto y decidieron premiar a las atletas recalificándolas a pesar de que habían llegado últimas en la carrera.

¿Qué tienen en común las dos historias? En ambas podemos hablar de un tipo de heroísmo distinto al que suele promocionar nuestra cultura. Un heroísmo que no se basa en obtener la victoria a toda costa, sino en lograr la empatía con el otro, ser solidario con el débil, con el caído.

¿Por qué estos actos no ocupan las primeras planas, como ocurre con la conquista de una medalla? Porque nuestra cultura nos forma para competir, para ganar. Nuestro vocabulario mismo lo muestra. ¿Acaso hay una palabra que nos duela tanto como “perdedores”? Le inculcamos a nuestros hijos a ser ganadores más que honestos. Nuestros actos transmiten que la vida es una carrera donde debemos apresurarnos para llegar a la meta.

Hemos llegado incluso a creer que esa demencial carrera por obtener ingresos para ascender socialmente debe ser el fin de la vida, marginando los valores que le dan sentido.

Las historias de Adelinde Cornelissen, Nikki Hamblin y Abbey D' Agostino nos muestran que ni siquiera una actividad tan competitiva como unos Juegos Olímpicos es excusa para olvidar nuestra condición de “seres-con-los-otros”; que muchas veces se hace necesario abandonar la meta del éxito si en el juego está la integridad de otros seres vivos; que conquistar la fama o la gloria es solo un tipo de heroísmo, acorde con un modelo económico deshumanizante y una cultura que lo justifica.