El mundo de la literatura está inmerso en una madeja de incomprensiones a veces infantiles, en otros casos fruto de egos que compiten en los más insólitos e imaginarios escenarios. A mí, que he vivido un tanto al margen de conciliábulos y santuarios, me resultan inexplicables algunas actitudes, la falsa modestia, las críticas ácidas de compañeros de oficio, esas revanchas enfermizas que se enquistan, la indiferencia suicida y un variopinto crisol de situaciones que tejen un ovillo enmarañado y complejo en manos de los escritores.
Cuenta Elías Canetti, en uno de los capítulos de su libro de memorias "El juego de ojos" una mala experiencia derivada de una inoportuna falta de tacto. Sin ser consciente de su delito y en medio de un encendido reconocimiento de Musil hacia su obra, Canetti mencionó de forma absolutamente casual una carta que había recibido de Mann ignorando viejas rencillas entre ambos autores. A partir de ese momento Musil desterró para siempre al autor de su vida, sin opción alguna a una reconciliación. El autor de la novela "Auto de fe" lo cuenta de este modo en sus memorias, "Musil era un maestro de la distancia, tenía practica en eso, la persona rechazada por él quedaba rechazada para siempre, cuando Musil me veía en un grupo, cosa que ocurrió a veces en los años siguientes, no me dirigía la palabra, aunque siempre guardó la cortesía, nunca más volvió a admitir una conversación conmigo. Cuando en un grupo surgía mi nombre, callaba, como si no supiese de quien se hablaba, ni tuviese ganas de recabar información". Musil, que se creía situado en un nivel diferente al que ocupaba Thomas Mann, jamás le perdonó lo que consideró una grave ofensa, el hecho de haber igualado el talento de ambos y haberle colocado junto a un escritor que consideraba inferior a él.
Bien podríamos hablar de que la historia de la literatura está repleta de estos casos. Distanciamientos irreconciliables justificados por nimiedades, cuestiones extraliterarias e incluso valoración de la persona por encima de su obra. No podemos afirmar con cierto orgullo que nuestra familia literaria esté exenta de esos malos entendidos. Muchas veces son llevados al paredón de fusilamiento escritores ajenos a todas estas cuestiones y declarados culpables de alguna infracción, sin que lleguen a saber que está en juego su nombre y su prestigio arrastrado por el suelo sin ninguna consideración. Tener talento es la mayor ofensa que se le puede infringir a un espíritu mediocre. El sentido de la vista es el primero que pierde el envidioso. Se impone entonces la ceguera, el autoengaño. Hay una imposibilidad real, en quien está carcomido por la envidia, de contemplar lo frondoso de un árbol, la elegancia de un potro al cabalgar. Prefiere mirar hacia otro lado, bajar la cabeza y renunciar a la belleza que se posa ante sus ojos.
Tras publicar mi primer libro, excelente y generosamente prologado por el escritor Jose Marmol, para mi enorme sorpresa comprobé en ciertos personajes del espacio sideral de mi país que su lectura estaba precedida de prejuicios de índole personal hacia él. En buena medida este hecho me desconcertó y traté de buscar la razón del mismo en su biografía personal. Necesitaba saber qué razones ocultas movían los resortes de tal animadversión. Hice entonces un esfuerzo de regresión, un viaje al pasado, una relectura del ser humano que hay tras José Mármol y pude ver a través de su figura cómo el mundo de la literatura parece más bien una gran pecera en el Amazonas copada de violentas pirañas.
Margo Glantz, refiriéndose a Octavio Paz, afirma que éste hizo una teocracia muy peligrosa. Fue un cacique de las letras. Imponía. Tenía bajo su estela a jóvenes que cobijó pero a la vez limitó. Un sol inmenso, tan fuerte y poderoso que sus rayos quemaban todo a su alrededor. Yo no viví el boom de los años ochenta de la literatura dominicana en el famoso taller literario Cesar Vallejo, pero he recogido fragmentos de su historia a través de muchas conversaciones con algunos de sus miembros. Se también de la rivalidad que se estableció entre ellos y cómo algunos existen en la medida en que se oponen al otro. Nada desde luego diferente a otras relaciones de poder que el hombre genera.
Mármol, al igual que Paz, fue el astro rey de su generación. Impuso su impronta y sin ser consciente fue igualmente seguido y odiado. Muchos fueron los que lo admiraron y otros los que lo adversaron. Yo tuve el privilegio de conocerlo al margen de esta corriente subterránea y embravecida. Nunca fui devoto de su égida ni negué la misma. Una discreta distancia nos separaba. Reconocía sin ambages su talento, pero en mi línea habitual no me sometí nunca a sus postulados. Fui, sin embargo, testigo de la admiración de mi amigo Médar hacia él. Tuve mi primer encuentro con José Mármol una noche en el apartamento de Serrata.
Recuerdo un dialogo matizado de citas muy agudas por parte del primero. En aquel entonces él dirigía el taller literario de la universidad de Intec. Su curiosidad intelectual era inmensa. Cuando nadie andaba por los vericuetos de la filosofía el intercambiaba cartas con un escritor puertorriqueño de la talla de Ivan Silen. Su estrella, con el tiempo, se elevó por encima de sus coetáneos y su literatura se hizo cada vez mejor. Y hablo sobretodo de su poesía, para mí, al menos, lo mejor de su obra. En aquel momento yo lo interpretaba como un ensayista y pensador algo enrevesado y con una prosa tal vez demasiado rebuscada para mi gusto, en sus largos artículos publicados en los suplementos culturales de la época.
Al pasar el tiempo José Mármol se ha convertido en un escritor de innegable prestigio y con un bagaje intelectual que no admite dudas ni se puede vencer con diatribas y golpes bajos. Por derecho propio se ha labrado a puro pulso un espacio entre los grandes en la literatura dominicana y como todo aquel que vence con su trabajo el duro camino de subir peldaño a peldaño la cuesta, es centro de algunos dardos. Fue después de leer la diferencia de Robert Musil con Thomas Mann cuando llegué a comprender la rivalidad en el mundo de las letras y el elevado costo que implica triunfar en este medio tan árido en afectos.