La idea es mía pero pongo el título en inglés, para impresionar. Sigo la tradición de quienes piensan que si algo se dice en idioma extranjero es más culto, elegante o –aunque ud. no lo crea- científico. Es decir, el carácter del contenido depende del código en que se transmita. Decirlo en inglés proyecta ese aire de, no sé…, de victoria, como diría del olor del napalm el coronel aquel en Vietnam.

Hace años me llamó mucho la atención que José Ramos me vendiera un radio en Brownsville, en la frontera de México con E. U. A., y que no supiera hablar español. Luego me enteré de que sí sabía, pero no quería. Entendía perfectamente y en su casa hablaba español con sus padres emigrantes campesinos analfabetos. Pero en su casa, en privado. Que nadie se enterara, el español es uno de los idiomas de los vencidos.

No es necesario mirar a otros países con mayor influencia de la que nosotros padecemos, con mirarnos nosotros mismos es suficiente. Si ud. va a desarrollar un lema, un motto, perdón, un slogan, que no se le ocurra ponerlo en español porque así la gente no lo va a entender. Si ud. quiere decir que vende la mejor carne en Santo Domingo escriba: “the best meat in town”. En español se oye pobre, vulgar, “chopo”. Y la gente bonita… Perdón, pretty people only go to nice places.

Los economistas -por cierto, quienes de común rechinan de la sociología, más si les toca el nervio del ego “científico”- son quienes tienen la mayor tasa de contagio y, por lo mismo, quienes más diseminan la epidemia. Un principio lo resume todo: “si puede citar el título original en inglés, nunca cite el de una traducción al español.” ¿Qué se puede pensar de quien lee traducciones? ¿O de quien no haya estudiado en una universidad norteamericana? ¿Han oído aquello de como andas montado así te tratan? Bueno, ésta es una fórmula alternativa de lo mismo. Si, adicionalmente, puede incorporar tantos símbolos matemáticos como sea posible, de manera que el auditorio quede bien impresionado, tanto mejor. (En esto cuídese de que no haya entre el auditorio un matemático resentido que pueda poner en evidencia un disparate lógico) De esta manera puede lograr el supremo objetivo de que nadie lo entienda pero que todos piensen que ud. es un genio. Increíblemente de eso puede vivir. La gente es tan absurda (bruta diría el fallecido siquiatra Freddy Beras Goico) que sigue las directrices de lo que no entiende. Todavía más, cuando la nave se hunda también creerán que fueron tendencias mundiales, las fuerzas ciegas del mercado o un mal de ojo que le echaron en la Duarte, pero nunca sospecharán que simplemente hicieron lo que les dijo “el experto”. Y que estaba mal.

Bueno, en castellano el título del artículo es El Índice de Precios de la Bandera Dominicana (IP-BD), así mismo, de la pobre y triste bandera dominicana. Si se tratara del stars spangled banner pensaría en un journal, pero no, así como vamos está bien. No se trata, sin embargo, de nada referido a símbolos patrios por sí mismos sino a lo que los dominicanos llamamos la bandera, a saber, un plato de arroz, habichuelas y carne. Contextualizo.

David Ricardo (1772-1823), cénit de la economía clásica, se desgastó largos años persiguiendo una quimera: una medida invariable del valor, algo así como el metro convencional con que medimos las distancias, pero aplicable al espacio del valor económico. Con esta unidad de valor podríamos dimensionar el producto y la participación relativa de cada uno de los “factores de la producción”, trabajo, capital y tierra. Por ejemplo, si el beneficio correspondiente a un adelanto de 100 unidades de valor es de 15 unidades, la rentabilidad es de un 15%.

El problema original consiste en que el capital está constituido por objetos heterogéneos: una herramienta, una máquina, materia prima, dinero en el banco, por lo que, para dimensionarlo, debemos reducirlo a una sustancia y medida común. Sólo así podemos dividir las ganancias –que corrientemente consisten en una suma de dinero- por el valor del capital y obtener una proporción pura, libre de medidas particulares. Tratándose de una economía no monetaria, es decir, sin dinero, el recurso de traducir todas las mercancías a una cierta cantidad de dinero no es aplicable.

Ricardo murió sin encontrar su santo grial, y no fue sino hasta 1960 cuando Piero Sraffa (Producción de mercancías por medio de mercancías), su principal biógrafo y exégeta, identificó las condiciones de la medida invariable del valor, condiciones particularmente restrictivas y de imposibilidad práctica. El tema perdió interés con el progresivo olvido de la economía clásica, hasta quedar finalmente traspapelado entre las curiosidades y puzzles en la historia de la economía teórica.

El problema práctico, sin embargo, subsiste: tenemos un producto adicional, de nueva creación por sobre los insumos consumidos, consistente en mercancías distintas: arroz, habichuelas, camisas, carros, y un largo etcétera, “n” mercancías, como gustan decir los formalistas, cada una asociada a una unidad técnica: el arroz se mide en libras o kilos o cualquiera otra unidad de peso. Las camisas en unidades físicas, lo mismo que los pantalones, los carros, etc. Por supuesto, cuando decimos camisas, pantalones, carros, etc., asumimos mercancías iguales, de la misma calidad. Carros diferentes son mercancías diferentes. Es el viejo principio de que tenemos que sumar manzanas con manzanas y peras con peras, pero nunca mezclarlas. Bien, aquí el problema es justamente que tenemos que reducir todo a un algo común para realizar las operaciones matemáticas habituales.

El crecimiento económico -ése del que se vanaglorian los propagandistas oficiales- corresponde al crecimiento del producto real pues crecimiento es el aumento en la producción y consumo de mercancías objetivas, es decir, más arroz, más habichuelas, más camisas, etc. Un sujeto económico está mejor si puede consumir más de mercancías objetivas, no si maneja mayor cantidad de dinero. Si tiene más dinero pero sólo puede comprar menor cantidad de mercancías objetivas, está peor en términos de utilidad porque, teniendo más dinero, compra menos cosas. Este es exactamente el efecto deletéreo de la inflación, que con el mismo dinero la gente compra menos mercancías, por lo que la gente ve caer su nivel de vida.

La inflación no es un asunto de percepción como han querido argumentar muchas veces estos relacionistas públicos. Más bien al contrario, la inflación es tan real que no es más que la socialización –es decir, la distribución entre la sociedad- de un costo, el costo del financiamiento al gobierno, de mantener al Banco Central (BC) y de la circulación monetaria. La inflación la sufre, la padece, la paga un determinado consumidor puesto que si las mercancías no se pudiesen vender a precios más altos el producto se encogería, y con él los precios hasta tanto se logre un nuevo equilibrio de producción y consumo a precios más bajos. Es decir, la inflación no es un plan, una acción a futuro, es una realización, algo que ya sucedió, historia. Una historia costosa para la mayoría.

Se entiende que el trabajo de estos relacionistas públicos es justamente confundir y quitarle realidad a la inflación, crear un miasma de conceptos y elucubraciones para que se pierda el foco de qué hablamos. Mientras tanto los precios de todas las mercancías de consumo se hacen más altos: del arroz, de las habichuelas, del aceite, -verifique ud. su lista de consumo-. Así, como decimos en otro artículo, los precios de todos los productos son hoy por hoy más altos, pero el BC mantiene que no hay inflación. Los precios son más altos –para verificar lo cual sólo hay que ir al colmado, al supermercado o la ferretería-, pero no hay inflación. Simplemente brillante, es la distancia entre el hecho o fenómeno y su apreciación concreta, financiera, que se quiere escamotear con el argumento de la percepción: no es que los precios son más altos, es… que estamos locos. Oímos voces en el aire, vemos visiones y pensamos que los precios son más altos, pero no es verdad.

Siguiendo esta estrategia, el BC publica un único “Índice de Precios al Consumidor” (IPC) que arroja una variación sistemáticamente más baja que la de cualquier otro índice alternativo. Por supuesto, los componentes de este IPC se publican a un nivel de agregación imposible de contrastar: “alimentos y bebidas”, “prendas de vestir y calzado”, “vivienda”, “transporte”, categorías sin especificidad, por lo que ud. no puede ir a la calle y confirmar que tienen el precio que dice el BC que tienen. El IPC del BC se mantiene como una hipótesis no falsable, en los términos de Popper, es decir, en términos prácticos es imposible para un investigador demostrar que es falsa. Aunque el BC no es precisamente un instituto de investigaciones económicas.

Si en la economía sólo tuviéramos arroz (Ricardo utilizaba el trigo), por decir una mercancía, no tendríamos este problema. Definimos una calidad –selecto- y una medida de peso –libra-, y comparamos el precio del arroz en un momento con su precio en una fecha posterior. Si la libra cuesta hoy $25, y hace exactamente un año $20, la inflación –que en este caso corresponde al aumento de precio de una sola mercancía- es de ($25 – $20) / $20 = 25%. Sin embargo la gente no compra únicamente arroz sino arroz, habichuelas, carne, camisas, etc., las “n” mercancías de las que hablamos antes. Entonces tenemos que tomar en cuenta los cambios de precio de todas las mercancías, no sólo de una. Adicionalmente, el intercambio no tiene lugar en un único mercado –la ciudad de Santo Domingo, por decir- sino en mercados territorialmente dispersos, fenómeno que también se debe contemplar.

Ahora bien, aún teniendo en cuenta las dificultades prácticas para calcular un índice general de precios, ¿no existen vías alternativas para aproximar la inflación real? Afortunadamente sí, y lo que es mejor, vías directamente verificables, con el “hágalo ud. mismo” incorporado al que tanto temen los ministerios gubernamentales. Un ejemplo es justamente el IP-BD que tiene las siguientes ventajas:

a) La comida de fonda, el “plato del día”, se vende en un segmento extraordinariamente competitivo, una diferencia de cinco o diez pesos de hoy sacan del mercado al competidor más caro. De manera que la concentración de mercado no tiene efecto sobre el precio precisamente porque no existe concentración.

b) En un índice, lo importante es que sea consistente, es decir que tenga los mismos componentes en el tiempo pues de lo que se trata es de hacer comparaciones. Con la “bandera” no tenemos este fenómeno: el arroz blanco se cambia por moro, las habichuelas por guandules, la carne de res por pollo, justo para darle variedad al consumidor. Sin embargo, esta variación en “la canasta de consumo” nos arroja algo mejor: todas las combinaciones son equivalentes en el plano del valor para los consumidores –un resultado que asegura la práctica cotidiana y la experiencia-, y son equivalentes en el plano del costo de producción para los ofertantes. Si esto último no fuera cierto dieran pollo todos los días, o moro todos los días.

Obviamente el vendedor del “plato del día” no puede transmitir a precio los cambios de costos que sufre cotidianamente pues generaría mucha incertidumbre entre sus clientes. Consecuentemente los absorbe temporalmente por dos vías: a) disminuyendo la cantidad o calidad de la oferta (“los panaderos achican el pan cuando no pueden aumentar el precio”), o b) disminuyendo su rentabilidad. Sin embargo, la rentabilidad no puede disminuir al punto de que nuestro chef “trabaje para estar cansado”. De manera que a partir de un cierto límite el aumento en los precios de los insumos se transferirá a un aumento en el precio del producto, del “plato del día”.

Esto anterior no es más que la inflación empujada por los costos, lo que queremos enfatizar es que las variaciones en el IP-BD no son reflejos instantáneos de los aumentos en los precios de sus componentes. La ganancia funge como amortiguador entre el precio de los insumos y el precio del producto. Por supuesto, esto no sucede únicamente con esta mercancía, sucede con todas.

Sin duda, el componente más maravilloso del IP-BD es que, para calcularlo, sólo necesitamos… una calculadora y nada del ejército de encuestadores, compiladores y gerentes agradecidos de una agencia de opinión. Todavía mejor: un precio de inicio y otro precio en la actualidad, los precios intermedios se interpolan. La trayectoria particular no nos interesa demasiado por lo mismo que explicamos en el párrafo anterior. ¿Qué nos dice el IP-BD así construido? El “plato del día” en la ciudad de Santo Domingo, en enero del año 2000 se vendía a RD$50, y se vendió a RD$125 en enero del corriente 2013 (se mantiene el precio a la fecha). De aquí se deduce una inflación anual promedio de 6.97%, más que el doble del IPC del BC. Conste, no lo digo yo, es un cálculo elemental a partir de precios de mercado.

Por supuesto, el IP-BD no es un índice “general” puesto que sólo comprende bienes alimenticios. Esto es del todo cierto, sobre lo que cabe un par de observaciones. En la explicación de la “medida invariable del valor”, Sraffa explica que, en un sistema en que “todo depende de todo”, las variaciones de precio de un producto depende de las variaciones de precio en los insumos que utiliza más intensivamente. Por ejemplo, si no necesitamos uranio, directamente o indirectamente, para producir arroz, pues el aumento de precio del uranio no se convertirá en un aumento de precio del arroz. El argumento inverso y en términos de proporcionalidad es igualmente válido.

Por otro lado, los “alimentos y bebidas” -que aproximamos por el “plato del día”- son el principal insumo de la fuerza de trabajo. A la vez, la fuerza de trabajo es una mercancía “básica” en los términos de Sraffa, es decir, se utiliza en todos los procesos de producción. Siendo así, el volumen de demanda es masivo y el incentivo para los aumentos en la productividad mayor que en los demás sectores. En menos palabras, los aumentos de precio en los alimentos para los asalariados con gran probabilidad es menor que los aumentos en las demás mercancías en la economía. Entonces, con igual probabilidad, la inflación medida por el IP-BD será un límite inferior a la medida por cualquier otro índice compuesto: la inflación “real” nunca será menor a la que arroje el IP-BD. En síntesis, es muy poco probable que la inflación en el país haya sido inferior a un 7% anual promedio en los últimos doce años.

El espacio no me permite continuar pero insistiremos sobre el tema desde varias perspectivas.