Satisfaciendo solicitudes de lectores que querían tener acceso al texto completo de Lorenzo Despradel que cité en el artículo de la semana pasada, sin fotos pero con flamboyanes urbanos, no de La Vega flamboyana, ahí les va, respetando la grafía original lo más que pude.

Estafeta Literaria

(A BIENVENIDO S. NOUEL)

POR MULEY

Lorenzo Despradel

(De La Cuna de América, Nos. 11 y 12, final de julio 1919)

Desde la orilla de este presente escabroso y vano qué lejanos aparecen aquellos días de nuestra juventud, en que sedientos de arte y de saber ramoneábamos con empeño por los prados de la literatura, haciendo desfilar ante nosotros con vertiginosa rapidez un ejército indisciplinado de libros, que por sus variadas tendencias, nos ofuscaban el cerebro, sumándonos en una como anarquía que imposibilitaba la orientación definitiva de nuestros espíritus anhelantes.

Un día, una semana, un mes nos sentíamos seducidos por el naturalismo de la buena marca francesa y chapoteábamos con deleite entre las páginas de los Rougau Marquard, de Naná, de La Ralea, enfrascándonos en sutiles polémicas que nunca pudieron darnos la clave de esa escuela en que la vida se sintetizaba en una cruda exposición de hechos, de cosas y de efectos que tenían un pie en el Arte y otro en la pornografía.

Entonces soplaba un viento lírico que provenía de la fronda decadentista y los espíritus jóvenes aguzaban el oído para oír los raros sones de la cornamusa rubeniana que ya comenzaba a irrumpir por los pinos enhiestos de los Andes. Azul no solo fue un código sino una biblia, y la poesía hispanoamericana comenzó, estimulada por el Aeda nicaragüense a dar los primeros pasos del contrapunto calcándolo en los moldes de Era un aire suave y de la Sonatina, cuya euritmia se llevó tras de sí a la pléyade de enamorados de las musas que todavía aquí, entre nosotros, se empeñaban infructuosamente en llorar a la manera de Musset o de Lamartine. Turbados, irresolutos, reteniendo aun entre las manos temblorosas los libros de Daudet, de Maupassant y de Flaubert, –-la augusta trinidad– creíamos nosotros cometer una apostasía, un crimen de lesa majestad si por flojedad de convicciones literarias la desechábamos con irreverencia pecaminosa para echarnos en brazos de Pierre Louys, de Verlaine, de Mallarmé y esos otros astros que habiendo tramontado el cenit de su gloria del otro lado del Atlántico, se rebelaban a nosotros tardíamente con los suaves arreboles de un alba, de una aurora.

Fuimos inconsecuentes, Afrodita se impuso a nosotros más fuertemente que el Abate Mauret, y Las Flores del Mal con la suave fragancia de su exotismo diabólico nos hicieron despreciar el Nabab, en cuyas páginas habíamos aspirado con fruición todo el veneno de una sociedad que se iba cayendo a pedazos gangrenada por los más amables vicios.

Yo me aferraba todavía heroicamente a Maupassant, y como en un naufragio alzaba con mano débil, tratando de salvarlo de la ola avasalladora, A Pedro y Juan, que estimaba como la expresión sintética de la vida. Flaqueé mi brazo y junto con ese libro me hundí en el piélago de las nuevas tendencias, que tú aceptabas filosóficamente sin entusiasmo, sin ardor ostensible y manifiesto. Cuando pasó la crisis y mi fiebre decadentista, que tenía complicaciones simbolistas y parnasianas hubo bajado lo suficiente para que mi razón se serenara, sentí un gran vacío en mi corazón, y eché de menos aquella literatura fuerte. vigorosa que se harmonizaba (sic) de manera tan admirable con mi manera de pensar, y de sentir.

Debería hacerte una confesión; no fui leal contigo. Aún recuerdo con rubor que después de haber declamado a Rubén entre sorbo y sorbo de aquel café negro que nos hacía –y que era como un milagro– la siña Petronila, me iba a mi casa trémulo, como quien va a cometer un delito a encerrarme para leer con mayor unción a Zolá, a Daudet, a Víctor Hugo y a Lamartine- ¡Y oh vergüenza!– a Julio Verne y a Maine Read que me deslumbraban con sus aventuras llenas de maravillas.

Ya mucho antes de que hubiese cantado el gallo había cometido el crimen nefando de negar a mi Maestro: y con el mayor desparpajo, en aquellos cenáculos atrabiliarios en que mezclábamos las cosas literarias con hartazgos de salmón y encurtidos Morton oía apostrofar a Maupassant sin que se me escapara un grito de protesta. Ya vestía mal que los espíritus selectos sintieran admiración por ninguna otra escuela literaria que no fuera esa que venía deshojando lotos, nenúfares y toda esa flora exótica que nos embriagaba con su perfume penetrante. Ya estábamos a punto de que se nos tomara por genios porque comenzábamos a idiotizarnos. Se había aterciopelado nuestro lenguaje y comiendo salmón con encurtidos Morton soñábamos con princesas azules y con novias de más bajo linaje a las cuales les adjudicábamos todos los colores del espectro por un raro fenómeno de daltonismo literario. Nos estancamos entre los cisnes de Rubén y los violones del Pauvre Lelián (nada de pobre, porque sería romper la rara virtud del anagrama), hasta que un día, después de haber pasado una noche en que comenzábamos recitando versos, desflorando tópicos literarios y acabamos ya con luz del alba, cantando desaforadamente el Vals sobre las Olas, abandoné tu grata compañía, yéndome para una región distante huyéndole a la furia del cacique rural que por entonces nos amargaba la existencia que él creía que era uno de sus menos valiosos patrimonios.

Después vi versos tuyos. avalorados por un marcado estilo personal, pero todavía irresolutos, como si todavía tu musa, en la encrucijada donde se bifurcan las rutas literarias las enfrentara todas sin determinarse por ninguna. Todavía antes de separarnos definitivamente nos volvimos a ver en aquella región norteña que el sol requema, y reanudamos nuestras charlas y aún insistimos en la vieja manía de sazonarlas con aquellas famosas enlatadas de salmón con encurtidos Morton que poderosamente contribuía a provocar nuestra locuacidad. Por entonces te me presentaste como un tonto de las poesías de García Merou, el poeta argentino, debajo del brazo y una geografía nueva  en los labios, puesto que me hablabas de Pancayas, de Thules ignotas, como si desdeñaras el país azul del ensueño descubierto por Rubén, te hubieras hecho súbdito de sabe Dios qué soberano temible y misterioso.

Un día sentí nacer en mi alma el ansia de gloriosas aventuras. Hasta aquella playa del Atlántico en que nos refugiáramos huyéndole tú a tu nostalgia y yo al ogro que había hecho mi ciudad natal un bajalato turco, llegó el gran grito de Baire, con el que anunciaba Cuba su más glorioso y definitivo avatar. Traspasé el mar y me hundí en la hirviente vorágine de la guerra. Cuando esta se extinguió y volví a la Patria con el orgullo de quien por haber ayudado a sus compañeros a cortar laureles se traía una hoja seca prendida en la guerrera, te busqué afanoso, pero no te encontré, no para rememorar episodios de mis locas andanzas, sino para reanudar a la sombra de nuestra vieja amistad, aquellas pláticas literarias y remojarlas –porque aún había alientos para ello– con las litúrgicas ensaladas de salmón y encurtido Morton: Entonces..,  eso era posible el entusiasmo todavía rozaba la frente con su ala de paloma.

Hoy… ¡qué lejos está todo aquello! Añoro aquellos días y sin embargo envidio la paz tranquila de tu cacaotal que debe ser para ti fuente más viva de poesía que aquellos Thules y de aquel Pancayas que visitabas cabalgando en el incasable hipógrifo de tu fantasía. Ariadna te lanzó su ovillo salvador y pudiste franquear la puerta del negro laberinto. Yo aún vivo en el minotauro del desencanto y por todos los monstruos que se incuban al calor de la vida social, llena de gritos de vencidos y de insolencias de triunfalismos.

Y a la manera árabe: Olsum.

Flamboyanes  urbanos

Flamboyanes en la Plaza de la Cultura, sustituyendo los insustituibles flamboyanes de La Vega flamboyana.