Al leer el Santo Evangelio, según San Lucas 24, 35-48, Jesús se aparece a los discípulos de Emaús y luego a los apóstoles. Momentos posteriores a su resurrección. En este texto, el Señor nos invita a ser su testigo, a la conversión, a perdonar y ser perdonados. Una hermosísima llamada. Pero, ¿Cómo podemos ser su testigo? ¿Cómo podemos transformarnos? ¿Qué implica esta transformación? ¿Cómo podemos perdonar y ser perdonados? Son muchas las preguntas que surgen al plantear este tema.

En este sentido, para ser buenos testigos de cualquier situación tenemos que hablar de lo que hemos visto y oído. No de cualquier circunstancia que jamás hemos presenciado. Por lo que para ser testigo de Jesús necesitamos un encuentro con Él y reconocerlo. Así como Cristo se le acercó a los discípulos de Emaús y no fue hasta que tomó el pan para bendecirlo y compartirlo que aceptaron haber estado con Él  (Lucas 24, 15-31). Asimismo, el Señor sentado al borde del pozo, cansado de una caminata, esperaba la llegada de la mujer samaratina. Aún Él diciéndole todo lo que ella había hecho no lo distinguía, hasta que se presentó como el Mesías (Juan 4, 6-26).  En ambos casos, los testigos contaron a otros lo sucedido para que creyesen (Lucas 24, 35; Juan 4, 28-30). Y, esto último es sustancial en un testigo de Él.

Es importante señalar que muchas veces Jesús nos encuentra pero estamos tan distraídos en los ruidos que están dentro de sí y en aquellos que nos rodean, que no logramos identificarlo. En consecuencia, necesitaremos buscarlo en la intimidad. Esto significa apartarnos de todo y en silencio para que nos hable en el corazón (Oseas 2, 16). Sin embargo, estamos llamados a reconocerlo presente y actuando en nosotros y alrededor nuestro, en virtud de la fe. No obstante, la Iglesia está marcada por testimonios excepcionales que nos motivan al encuentro con Cristo. Por ejemplo: Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena, San Francisco de Asís, Sor Lucía, Kiko Argüello, etc.

Del mismo modo, ser testigo del Señor se traduce en vivir sujeto a los compromisos cristianos, lo cual se prueba por medio de nuestras acciones. Esto sugiere una conversión. En otras palabras, cambiar de vida o tomar un camino distinto al que se seguía. Tal es el caso de María Magdalena tras su acercamiento a Jesús, siempre lo acompañó predicando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Desde que lo conoció nunca se separó de Él y su vida no fue igual (Lucas 8, 1-3). Llegó a ungir los pies de Cristo con perfume de nardo puro muy costoso y los secó con sus cabellos     (Juan 12, 3). Mostrando de esta forma su modestia e inmenso amor y respeto por Él.

Al respecto, el Papa Francisco considera “…cada cristiano puede transformarse en testigo de Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuanto más transparenta un modo de vivir evangélico, gozoso, valiente, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por las comodidades, por las vanidades, por el egoísmo, si se convierte en sordo y ciego ante la pregunta sobre la “resurrección” de tantos hermanos, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo, como podrá comunicar la potencia liberadora de Jesús vivo y su ternura infinita?” (Homilía de S.S. Francisco, 19 de abril de 2015).

Es prudente indicar que sin recibir el perdón de nuestros pecados y perdonar a todo aquel que nos hizo mal (Mateo 6, 12), no seremos transformados. Dios promete perdonar nuestras culpas y no acordarse de ellas (Jeremías 31, 34). No obstante, Juan nos invita a confesar a Dios nuestros pecados (1 Juan 1, 9). Es decir, reconocerlos humildemente ante Él, confiados de su infinita misericordia y bondad. Los católicos tenemos el sacramento de la confesión, un preciso regalo que nos ayuda a tener el corazón abierto ante el Padre. Igualmente, Dios espera que perdonemos en la misma medida en la que hemos sido perdonados. El perdón libera a todos.

Para concluir, todos somos llamados a ser testigos de Jesús, a transformar nuestras vidas y ser perdonados por los pecados cometidos. Así como también perdonar a todo aquel que nos ha hecho mal. Tengamos el corazón dispuesto a recibir esta gracia.