Con el retorno al poder de los Talibanes en Afganistán vemos con claridad las consecuencias de que un grupo centrado en ideas religiosas tome el poder y ponga en ejecución las normas de sus textos sagrados. Todas las grandes tradiciones religiosas han ejercido el poder en múltiples sociedades y la mayor parte de los casos ejercido el poder de manera criminal y provocado la miseria de las mayorías más pobres de esos pueblos. Usualmente la apelación a la religión como norma para el ejercicio del poder político, económico y social tiene detrás grupos de poder a los que les importa un bledo esas creencias pero saben que sirven para manipular y controlar a las masas. El capitalismo y las dictaduras saben bien los beneficios de “manejar” las ideas religiosas. El caso de Donald Trump es digno de un estudio a fondo por la capacidad que tuvo de alienar a millones de seres humanos, dentro y fuera de Estados Unidos, con claves religiosas para que les siguieran hasta el punto de intentar un Golpe de Estado en Estados Unidos.

En la República Dominicana los discursos religiosos jugaron un papel central en el Golpe de Estado contra Juan Bosch y el baño de sangre que vivió nuestra sociedad entre 1963 y 1978. Antes de la pandemia el Golpe de Estado en Bolivia, con el apoyo de la OEA, tuvo en Jeanine Áñez y Luis Fernando Camacho dos rostros religiosos, con todo y Biblia en la mano ambos, tomaron el poder de manera bastarda provocando gran cantidad de muertes, pero el retorno a la democracia un año después ha permitido que la “renacida” Jeanine Áñez esté sometida judicialmente y muchos de sus aliados siguen huyendo. El caso Bolsonaro sigue esas mismas pautas de manipulación de los discursos religiosos para controlar a sus seguidores y provocar el genocidio de miles de brasileños por la negación de la pandemia y la vacunación.

En nuestra tradición católica hay una larga historia de vinculación de líderes de la Iglesia con el poder político y responsabilidad en crímenes y torturas, discriminación y empobrecimiento de pueblos y comunidades. La conquista de América tuvo desde sus inicios a sectores de la Iglesia justificando la explotación, saqueo y exterminio de los pueblos aborígenes y los africanos esclavizados, pero también tuvo voces de honda raíz cristiana que defendieron a los pueblos explotados y defendieron sus derechos frente al poder español. En el siglo XX dictaduras como Trujillo y Franco entablaron relaciones muy estrechas con sus respectivas iglesias y jerarquías. En el caso español incluso se desarrolló una corriente denominada como Nacionalcatolicismo de hondas raíces autoritarias y enemiga de los valores democráticos, que todavía influye en sectores del clero y laicado español. A la vez es importante destacar como oposición a esas posturas la Carta Pastoral del 1960 del Episcopado Dominicano o la figura digna de Vicente Enrique Tarancón en España.

Con el Concilio Vaticano II la Iglesia abandonó en sus textos el modelo de Cristiandad y la pretensión de respaldar teocracias. Una cosa son los textos, otra los hechos, y cambiar mentalidades de millones de obispos, sacerdotes y laicos ha llevado muchas décadas y no es desatinado afirmar que es con Francisco que por fin tenemos un Papa alineado con el Concilio Vaticano II. En América Latina los vínculos de laicos y clérigos con los dictadores, especialmente en el siglo XX, es una historia de vergüenza y en algún momento deberá generar un acto de contrición, tal como lo hizo Juan Pablo II en varias ocasiones. Es correcto destacar que los documentos de las Conferencias Episcopales Latinoamericanas de Medellín, Puebla y Aparecida contienen profundas rupturas con el modelo de sometimiento de la Iglesia a los dictadores, oligarquías, burguesías e intereses imperialistas que han sometido a nuestro continente a la miseria.

La tentación de ser parte del poder sigue presente, aquí y en todo el mundo, tanto en católicos, como evangélicos, musulmanes, judíos y otras tantas tradiciones religiosas. Disfrutar de la compañía de los potentados, de los altos rangos militares, de los grandes funcionarios gubernamentales, es una tentación que ya Jesús tipificó en las tentaciones del demonio en el desierto y que él mismo rehuyó ser convertido en rey como afirma Juan.

La democracia, sea en Afganistán, Estados Unidos, España, Bolivia o República Dominicana, demanda que todo el pueblo gane poder en la toma de decisiones sobre el poder político, las normas sociales y la gestión económica pública. Es contrario a la democracia que un líder social, un obispo o cura, un pastor evangélico o potentado económico pretenda ejercer una paternidad sobre el pueblo en la toma de decisiones de las cuestiones trascendentes. Esto no es opuesto a que cualquiera de esos actores exprese su parecer en cuanto ciudadanos, pero es diferente cuando se abrogan decidir por el resto de la sociedad sin someterse a la legitimación de las urnas. Menos cuando se construyen discursos de miedo y mentiras para intimidar a los más humildes. Incluso muchos de los legisladores y ediles alcanzan sus puestos mediante engaños, alianza con el narco o mecanismo institucionales que le roban al pueblo el ejercicio de su voluntad. Las recientes propuestas de la JCE van en la dirección correcta, pero el control de los partidos políticos del Congreso augura que esas iniciativas naufragarán.

En el vocabulario eclesial acostumbramos a referirnos a la libertad de que gozan cuestiones como la ciencia o la vida política como autonomía de la realidad terrena. Juan Pablo II en la Audiencia General del 2 de abril del 1986 afirmaba que: "Si por autonomía de la realidad terrena se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar, con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte”. Y la política, la organización social y la economía deben ejercer en libertad y diálogo las responsabilidades de cada una de sus ciencias y artes. La Iglesia no tiene un modelo político, social o económico propio, pero si tiene mucho que decir sobre esos temas. Siempre que grupos de obispos, curas o laicos intenta proponer un modelo político, al igual que lo intentan denominaciones evangélicas, están dando los primeros pasos de una ruta que conduce a lo que vemos en Afganistán. Sean propuestas de derecha o de izquierda, nacionalismos radicales o sometimientos vergonzosos a estructuras imperialistas como la histeria anticomunista. Un buen texto para abordar este tema es la Ética Civil y la Sociedad Democrática de Marciano Vidal.

Ni el bautismo, ni la ordenación presbiteral o episcopal, le quita a la persona que lo recibe sus inclinaciones ideológicas, sus filias y fobias. La conversión a Jesús demanda que rechacemos todas las formas de discriminación contra otros seres humanos y que la vida en sociedad sea para la promoción de cada uno de sus miembros y el bien común. Que un obispo, un cura o un laico favorezca un dictador o una dictadura, no significa que la Iglesia respalde un gobierno o gobernante que coarte la libertad de los ciudadanos. Eso se hizo evidente en enero del 1960. Los obispos que firmaron esa carta no necesariamente estaban a favor de la democracia y se demostró entre 1962 y 1963. La figura clave fue Lino Zanini y lo demuestra el libro de Benjamín Rodríguez Carpio.

Que un miembro de la Iglesia o varios de ellos defiendan una postura política no implica que sea una postura de la Iglesia. En último término la misión de la Iglesia es el anuncio de la fuerza transformadora del Evangelio que apunta a la construcción del Reino de Dios aquí en la tierra, tal como pedimos diariamente en el Padre Nuestro. Y el Reino de Dios no es el gobierno de la Iglesia o la entronización de una religión en el poder. El Reino de Dios es la construcción de una sociedad justa, donde se respete la dignidad de toda persona y se promueva la paz.