A muchos dominicanos que nos decimos progresistas nos encanta quejarnos de la Iglesia católica, de sus privilegios políticos y económicos, de sus encubrimientos de curas criminales, de sus anacronismos ideológicos, etc. Pero a la hora de la acción, de las luchas políticas frontales, la mayoría adopta una actitud bastante tímida, que les permite mantener el aura de progresismo sin tener que correr los riesgos de enfrentarse al gran poder de facto del país –con todo lo que eso puede significar en términos de reputación profesional y avance laboral, imagen pública, potabilidad política y hasta prospectos económicos.
Por supuesto que en el país hay gente muy valiente y comprometida que ha enfrentado y criticado a la Iglesia desde hace años y que lo sigue haciendo, a veces pagando un costo personal o profesional por ello. De hecho, gracias al internet, a los periódicos digitales y a las redes sociales, ahora tenemos más análisis secular y más irreverencia anticlerical que nunca antes. Algunos periodistas, medios digitales, dirigentes feministas y articulistas anticlericales vienen enseguida a la mente, pero esas son todavía voces aisladas en un mar de silencios, complicidades y aquiescencias.
Veamos algunas evidencias. Pensemos en las organizaciones de la sociedad civil que luchan contra la corrupción y promueven la institucionalidad democrática y la obediencia a las normas constitucionales, pero que nunca han propuesto la abolición o tan siquiera la reforma del Concordato; que nunca han hecho una campaña contra la transferencia sistemática de recursos públicos a la Iglesia o denunciado la falta de transparencia con que esta situación se maneja; que nunca han incluido en sus conversatorios y análisis de coyuntura las consecuencias políticas de tener clérigos presidiendo la Reforma Constitucional, el Consejo Económico y Social, el Pacto por la Reforma del Sector Educativo, el Pacto por la Reforma del Sector Eléctrico y cualquier otro entramado político que requiera de un manejo complaciente, discreto y al margen de los canales institucionales establecidos.
Pensemos igualmente en todas las organizaciones sociales que se integraron a la lucha por el 4% para la educación y que llevaron adelante uno de las movilizaciones sociales más exitosas de nuestra historia, y que lo hicieron sin cuestionar jamás el liderazgo que en esa movilización ejerció (¿casualmente?) un conjunto de ONGs vinculadas a la misma Iglesia que regentea la mayoría de los colegios privados del país. Y cuando la Iglesia finalmente puso sus cartas sobre la mesa y negoció el acceso al 4% para la totalidad de sus colegios privados, succionando recursos del sector público que estaban destinados por ley a los estudiantes más pobres del país, el movimiento social no dijo ni esta boca es mía.
Cualquiera pensaría que en ese momento las ONGs católicas que lideraron la campaña por el 4% le rendirían cuentas al movimiento social por tan inescrupuloso desenlace, o que el movimiento social le exigiría a las ONGs católicas que explicaran lo que a muchos nos pareció una franca instrumentalización del movimiento social a favor de los intereses económicos de la Iglesia. Pero nada, ni mú. Y de seguro que volveremos a ver a las ONGs católicas liderando otras campañas en el futuro y al movimiento social dejándose conducir nuevamente por ellas.
Pensemos, por último, en el silencio ensordecedor con que ha sido recibida por los sectores progresistas locales la gigantesca campaña del Vaticano contra la llamada “Ideología de Género”, que el mismo Papa Francisco ha definido como una “colonización ideológica” y ha comparado con el nazismo alemán y el fascismo italiano. La campaña se sustenta en una visión abiertamente misógina y homofóbica, que deforma o falsifica los planteamientos del análisis de género, y cuyo propósito evidente es ratificar el rol tradicional de la mujer en la familia patriarcal, su subordinación social y eclesial, y la negación de sus derechos reproductivos más básicos, incluyendo el acceso a la planificación familiar y al aborto terapéutico.
En RD hemos visto un amplio despliegue de esta campaña anti-género a través de las exhortaciones públicas del obispo Masalles, del activismo de organizaciones y medios de comunicación afines a la iglesia, y de la prédica sistemática desde miles de púlpitos, culminando en la marcha multitudinaria del domingo 12 de junio, en ocasión del inicio de la 46ª Asamblea General de la OEA.
Armadas con sus diatribas anti-género y artilladas hasta los dientes de recursos, las organizaciones católicas vienen copando progresivamente los espacios reservados a la sociedad civil dentro de la OEA y otros foros internacionales y marchando a pasos agigantados hacia el objetivo de desmantelar los avances de las últimas décadas en materia de derechos humanos -particularmente los de las mujeres, que han sido los más largamente peleados y los que presentan los mayores logros-.
Usando como estandarte la lucha contra el aborto y el matrimonio igualitario, la Iglesia promueve su verdadera agenda: erradicar el enfoque de género y sus demandas de equidad y derechos de todas las normativas y espacios internacionales de toma de decisión. Y mientras la Iglesia de Francisco socava la labor realizada durante décadas por los Estados y la sociedad civil de todo el continente, en nuestro país ni nos damos por enterados. Fuera de unas pocas voces feministas y gays, la sociedad civil guarda el más absoluto silencio, al igual que los demás sectores progresistas de la vida nacional.
Quizás sea por eso tenemos la Iglesia que tenemos, la que se apropia de los recursos del 4% sin que nadie diga nada, la que durante 20 años ha impedido la despenalización del aborto terapéutico. Quizás por eso, aunque la violencia de género y los feminicidios alcanzan niveles impensables, la Ley para la Prevención, Atención y Sanción de la Violencia Contra las Mujeres sigue engavetada en el Congreso. ¿Será que tenemos la Iglesia que merecemos?