Para algunos estudiosos de la lingüística las raíces de la palabra corazón se remontan al sánscrito por el hecho de que hrid y su variante griega krid, posteriormente kirdia, designaban a dicho órgano en una madeja de consonantes y vocales que culminó en la raíz latina cor. Conocida entre los que comprendemos las lenguas romances hijas del latín vulgar, cor mutó al coeur francés, al coração portugués, al cuore italiano y a un largo etcétera. Curiosamente, aquél hrid indoeuropeo también se traducía en “el saltador, como un ciervo que salta”, por lo que puede asumirse que el corazón es el único órgano del cuerpo capaz de brincar, es decir, de poseer ritmo y tempo propios.
Aristóteles, uno de los primeros en preocuparse por sus quehaceres, asignó variadas connotaciones al corazón: la de ser eje situado en pleno centro del movimiento de las cosas, de constituir el impulso primordial, el lugar donde nace la respuesta al universo que más allá de nuestros límites inmediatos nos desafía porque “los órganos que perciben el mundo van derechos al corazón”. Lo categorizó como ritmo rector de las sensaciones, fluir que constituye el “orden acompasado en la sucesión o acaecimiento de las cosas” en el espacio y en el tiempo; entidad poseedora de un tempo propio, dotada de mesura. Tempo como reflejo de un “grado de celeridad en la ejecución de una composición musical y por extensión, de una composición poética” según establece el diccionario de la RAE.
Ese quehacer poético del corazón metrónomo del existir le facilita pues detenerse y dejar de latir ante la muerte en un acto de inconmensurable inteligencia dada la naturaleza inexorable que ella arrastra en sí; al mismo tiempo, posterior a su pulsar ser suspendido artificialmente durante una cirugía de bypass coronario, es capaz de renacer espontáneamente, de saltar al apenas ser tocado por la mano cuidadosa del cirujano. Aun más, la ciencia moderna ha logrado rescatar corazones de las fauces de la parca extrayéndolos del tórax del fenecido posterior a una parada cardiaca; inertes, son trasplantados después a otros seres necesitados y tras algunas horas reanudan sus brincos salvadores como si tal cosa…
Los astrofísicos saben que la naturaleza y todo el cosmos dialogan entre sí gracias a la ritmicidad de las ondas electromagnéticas. ¿Quién habla o escucha el ritmo del corazón? No son nuestros oídos, quizás las células que a través del eco del flujo sanguíneo provocado por cada latido leen sus mensajes repletos de eritrocitos y hemoglobina. ¿Y cómo mantiene ritmo sin oídos? Gracias a su comandante en jefe –el nodo sinusal para los conocedores– cúmulo de tejido eléctrico poseedor de vida propia que se descarga una y otra vez latiendo más de 3 mil millones de veces en el caso de un octogenario. Y además porque el corazón danza sin detenerse en plena soledad tanto en la oscuridad del sueño como en el calor del día deshidratado. Cronómetro casi infalible, puede mantener un tempo en moderato a sus 80 latidos por minutos del día a día y en ocasiones, transformarse en indetenible prestissimo lanzándose al vacío de 180 contracciones por minuto cuando su dueño así lo exija.
La naturaleza rítmica cardiaca no se origina únicamente desde el órgano mismo; sea a través de iones, hormonas, estímulos cerebrales e incluso involuntarios –automáticos– éste mantiene una suerte de conversación perpetua con el resto del cuerpo gracias a incesantes ciclos de sincronía propia fenómeno que la ciencia ha definido como cronobiología clínica. Los cambios atmosféricos inducidos por la luz y la oscuridad (resultantes del cortejo entre el sol y la luna y la rotación terrestre) influyen en la dirección del viento, las mareas, la humedad y la temperatura exterior. También coordinan múltiples fenómenos biológicos en los animales a fin de asegurar su supervivencia; muchas veces hemos observado, a título de ejemplo, cómo ciertas plantas y flores se abren durante el día expuestas al sol (o incluso encerradas en un armario) mientras hacen lo opuesto durante la noche incluso en contra de nuestros espíritus enamorados.
Gracias a la diferenciación de las especies la influencia de los ciclos cósmicos sobre los humanos dejó de ser protagónica y hoy dependemos más del tiempo mental producto del desarrollo de complejos relojes cerebrales en la corteza y el telencéfalo. Ese tiempo facilita nuestra percepción individual del paso de las horas y los días de manera semiautomática e inconsciente aunque también a veces nos juegue tretas la memoria.
Retornemos al corazón. En el argot de los especialistas cardiovasculares abundan las acepciones de connotación musical utilizadas en el rutinario transcurrir de su ejercicio: hablan de galopes, sincopes, pausas y salvos; de ritmos disociados, automáticos, intermitentes o sostenidos en alusión al orden acompasado intrínseco al órgano cual si fuera instrumento musical. Pero con frecuencia olvidan el automatismo, la inteligencia propia del corazón expresado en aquello de que “tiene razones que él mismo desconoce”.
Cabe indicar que lo rítmico no sólo constituye un fenómeno auditivo; la danza, símbolo de la relación espacio tiempo, también comparte dicha propiedad integrando al unísono visión y audición, tal cual lo sucedido en el mito helénico de Ícaro. Dicha leyenda cuenta los andares de Ícaro y su padre Dédalo ambos prisioneros de Minos en la isla de Creta quienes a fin de escapar del cautiverio al que se encuentran sometidos, se valen de alas de cera que les llevan por los aires. Ícaro no corre buena suerte ya que protegiéndose de las olas del mar evitando sobrevolar muy bajo termina derretido por el Sol. Tal imagen fue plasmada por Matisse en un iconoclasta portafolio-libro titulado Jazz. En él la figura del personaje aparece suspendida en pleno vuelo absolutamente libre bajo un intensísimo cielo azul de estrellas amarillas; se trata de una aventura vigilada por ojos ocultos en una mancha roja que ha sido depositada en pleno centro de la silueta del Ícaro volador. Para muchos, aquella gota es el corazón del amante (Ícaro) quien poseído por el deseo (las alas) sucumbe ante la amada (el Sol) en una danza final.
El diccionario Oxford Companion to the Music define ritmo como “el rostro de la música que afronta el tiempo”; ¿cómo aplicar esto al ritmo cardiaco? se pregunta el médico polaco Andrzej Szczeklik. En el ensayo Catarsis responde: “La oleada de sangre llega a miles de millones de nuestras células y, como una ola que lame la arena de la costa, las roza apenas y se aleja para regresar al cabo de un instante preciso. Nuestros órganos interiores y las células que los forman se mecen sin cesar al compás de la marea, ora creciente, ora vacilante. Ellos sí que sienten, oyen el rumor y el ritmo de la sangre que ‘enlaza costas lejanas con el hilo del entendimiento’ y les habla del paso del tiempo” tal vez en espera de la poesía, “el medio más eficaz para mover los corazones”.
Parecería que el corazón poético, armado de tempo y movimiento propios traza los pasos de su dueño. Tal como lo enunciaba el poeta chino Lu Yün en los albores del primer milenio: Retirado del mundo disfruto silencio y soledad /Amarro mi puerta /Helechos y raíces cubren mi ventana /Mi espíritu está en armonía con la primavera /Al final del año el estío llega a mi corazón /Imito esos cambios cósmicos y hago de mi cabaña el Universo.