Muchas personas se han tomado la extensión de la cuarentena como un ataque personal. Y si bien Jesús habló del “Pan nuestro de cada día” y las filosofías de corte oriental hablan de vivir en el presente, tendemos a pensar en los inmediatismos como virtudes espirituales, no físicas. En lo concreto, es común preferir certezas a mediano y largo plazo, y por ello, en los EEUU como en RD se siguen tomando medidas económicas destinadas a proveer las herramientas que apoyen la paciencia, la continuidad en la espera, la templanza.

Para ser perseverantes en la cuarentena habría que considerar que las consecuencias de exponernos al virus no son inmediatamente visibles, pero sí son reales.  Cuando los habitantes de Londres esperaban las bombas durante la II Guerra Mundial sabían que tenían que meterse en los refugios.  Cuando en República Dominicana vivimos San Zenón, David y George, literalmente no nos podíamos mover porque los árboles estaban en las calles.  Ahora, sin embargo, porque no vemos al virus, queremos movernos como si no estuviera en la calle.  Pero ya los cadáveres están en cajas de cartón y en fosas comunes.  En las calles de Nueva York se puede ver al personal de servicios públicos trabajando para deshacerse de ellos.  No es que sean tantos, es que desmontarlos y cargarlos tiene un costo de tiempo y dinero. Y ese es el sufrimiento del personal paramédico y los transeúntes. Más duro es para los familiares, amigos y conocidos despedirse de la idea de un ser humano sin poder hacer un acto de homenaje frente a alguien a quien se vio reír, pelear, comer u opinar tan solo unos días antes.

Es largo y aburrido vivir con limitación de movimientos, pero cuando vivíamos la otra vida ansiábamos menos embotellamientos, menos diversidad de compromisos, más paz.  Dentro de todas las maneras que se ha estado frente a una catástrofe natural, disponer de medios de comunicación, agua corriente, electricidad y, según va aumentando el poder adquisitivo, regulación de la temperatura, diversidad de informaciones, espectáculos gratis, variedad y abundancia de alimentos es un verdadero lujo. 

Es verdad, no nos esperábamos este viaje a la Edad Media, esta mención a la peste, convivencia con supersticiones, ansiedad difusa, imposibilidad de visitar a seres queridos que, finalmente, no están tan lejanos, pero es de personas cómodas y perezosas quejarse en estas circunstancias.  Y no son solo los latinoamericanos, que tenemos la realidad económica como factor más acuciante de las grandes mayorías. La República Checa, quizás en razón de que contaban con poco más de un centenar de muertos, abrió floristerías, canchas de tenis y tiendas de telefonía.  Sin embargo, el porte de máscaras sigue siendo obligatorio.  Dinamarca, con menos de 500 muertos, abrió las escuelas.  Austria suavizó los términos del confinamiento y Francia prometió villas y castillos si la gente aguanta tranquila hasta el 11 de mayo.

El problema, al final, no solo son los muertos sino, como desde el inicio, la capacidad de respuesta a la enfermedad. Que empieza por el despistaje sistemático e inmediato a todos los que sean cercanos de cualquier manera a los ya afectados.  Se debe tener en cuenta la cantidad de camas de hospital y respiradores, pero también de personal de salud. Ver morir a varias personas en un día es fatigante y se necesita poder descansar física y emocionalmente de tal violencia.

Y solo hay que recordar que, si bien la ciudad de Wuhan abrió la semana pasada, en el concepto de los funcionarios públicos de China, los planes a 100 años no son considerados “a largo plazo” (ellos hablan en serio de planes a 200 años. Afortunadamente, en el mundo occidental también se han dado muestras de determinación.  No en balde existe la frase Cartago será destruida.  Este virus también será destruido.