Hace unos meses se publicó que el estado de Washington había legalizado un método para convertir cuerpos humanos en abono. La ley firmada por el gobernador del Estado “autoriza el proceso de descomposición acelerado que convierte los cadáveres en tierra fértil en un mes”. La noticia destaca las virtudes técnicas, ecológicas, económicas y jurídicas de esta forma de transformación del cadáver. Se asegura, que el método es ecológica y económicamente mucho más sustentable que las otras formas, específicamente, el entierro tradicional y la cremación.
Científicamente, no se cuestiona que cadáver humano, igual que el de cualquier otro animal, es un agregado de sustancias orgánicas e inorgánicas que indefectiblemente vuelven a fundirse con la tierra, para servir de fuente de continuidad de la vida. Llama la atención que en la referida noticia, en ningún momento se mencione los aspectos culturales y éticos envueltos en esta forma de manipulación del cadáver humano. Tal parece que el cuerpo humano muerto es comparable, así sin más, con el cadáver de cualquier otro animal. De hecho, según la noticia, para desarrollar su método, la autora observó a agricultores que llevan décadas utilizando esta técnica para deshacerse del ganado muerto.
Se pretende con esta analogía, que no hay diferencia entre deshacerse del cadáver de una vaca o caballo y un humano. Esto sería así, si la persona se redujera a su condición biológica, olvidándose de sus dimensiones socioculturales, éticas, sicológicas, religiosas, filosóficas y políticas. Basta una breve mirada al devenir histórico del ser humano y la sociedad para saber que las diferentes civilizaciones han tenido formas particulares de culturas funerarias, representativas de determinadas cosmovisiones y sistemas de valores.
En la antigua Grecia, las honras fúnebres tenían una extraordinaria importancia para la gente, pues se partía de que cuando no se enterraba el cuerpo el alma estaba condenada a vagar eternamente por la tierra. Esto explica porqué en la obra de Sófocles, Antígona, el personaje principal del mismo nombre decidiera enterrar a su hermano aunque ello significara el castigo de Creonte, rey de Tebas, quien había dado la orden de no enterrar el muerto.
En la antigua China, Confucio también expuso la importancia para la gente de los rituales funerarios de sus muertos. Según él, a través de estos ritos y adoración a los ancestros, las personas experimentan la continuidad de la vida, y aprecian su valor y su verdadero significado, lo que les proporciona un profundo consuelo.
Independientemente de la connotación religiosa y mística que estas concepciones puedan tener, la discusión moderna asociada a la manipulación post mortem del cuerpo tiene que ver con la autonomía del ser persona. Y esta no es una simpleza, pues encierra todo el debate ético sobre la vida y la muerte del ser humano. De acuerdo con el bioeticista Diego Gracia, estamos en una época revolucionaria en el dominio de la ética, que está suponiendo un cambio drástico y radical en dos áreas de ésta, que son, la gestión de la vida y la gestión del cuerpo. Según Gracia, como la vida humana es siempre y por necesidad corpórea, nos hallamos en medio de un período revolucionario en el tema concreto de la gestión del cuerpo y en el manejo de los valores que determinan el modo de gestionar el cuerpo. Es en este contexto donde cobran sentido preguntas éticas cruciales sobre la manipulación post mortem del cuerpo, como: ¿Tiene el individuo derecho a disponer en vida cómo se manipulará su cuerpo después de morir? ¿De quién es el cuerpo de la persona fallecida? Igual que el embrión, ¿tiene el cadáver algún derecho? Ya que el muerto no puede hacerlo, ¿quién sería el garante de que se cumpla este derecho? ¿Es correcto que la familia, por la razón que fuere, contravenga el deseo manifiesto de la persona sobre la manipulación de su cuerpo? ¿Cuáles son los límites de los poderes públicos respecto a la manipulación del cadáver más allá de los aspectos sanitarios y legales? Las respuestas a estas preguntas van a depender del contexto histórico y sociocultural, y de la visión del mundo de cada quién. Así, habrá quienes entiendan totalmente razonable el método que convierte los cadáveres humanos en abono, pero habrá otros que lo rechacen por contravenir sus creencias, valores y tradiciones.
Lo expuesto muestra cómo los cambios radicales en la bioética, motorizados por los conocimientos tecnocientíficos, están poniendo un nuevo desafío a las formas tradicionales de gestión post mortem del cuerpo humano. Esta incursión de la tecnociencia junto a la mediación de los poderes públicos podría significar que estamos frente a la extensión al ámbito de la manipulación post mortem del cuerpo de lo que Foucault denominó la biopolítica y el biopoder. Se trata de un poder cuyos mecanismos se dirigen a maximizar y extraer las fuerzas de la vida biológica de los cuerpos, ahora no sólo vivos, sino también muertos.
Este debate está abierto y posiblemente nunca llegue a cerrarse, porque entraña cuestiones medulares de la existencia humana más allá de su dimensión biológica y material.