Duelo: Cruel territorio en donde ya no tengo miedo.
Barthes
Justo al día siguiente de la muerte de su madre, Roland Barthes inició un luctuoso diario en el que anotaba escrupulosamente cientos de remembranzas y recuerdos maternos surgidos durante el posterior transcurrir de su ocupada vida intelectual; tal hazaña culminaría dos años después de la partida de una mujer a quien las circunstancias le hicieron abrazar la adversidad desde muy joven: casamiento a los veinte, maternidad a los veintidós y viudez a los veintitrés. En las páginas que conforman este Diario del duelo (Journal de Deuil, Éditions du Seuil/Imec 2009) Barthes dejó impresa una dilatada, álgida y catártica confesión que desnudaba al maduro pensador en el cénit de su vida y al descorazonado huérfano que morirá apenas un año después de concluir dicha obra.
Territorio donde sólo la memoria será capaz de mantener su llama viva. Por ello la recuerdo, a mi madre, hoy, undécimo día de su adiós en todas las formas que la conocí y la amé.
Aplaudido crítico, teórico literario y filósofo, el maestro francés hizo incomparables contribuciones al desarrollo y consolidación del pensamiento universal de la modernidad del pasado siglo. A partir de su arraigo en las teorías sociales del estructuralismo, la semiótica y el existencialismo postmarxista abordó, quizás como pocos, muchos de los sempiternos temas que han atormentado las almas contemporáneas: el erotismo, los símbolos, el discurso amoroso y por supuesto, la muerte.
En los cientos de notas escritas entre octubre 26, 1977 y septiembre 15, 1979 la soledad, la congoja y demás manifestaciones ante la pérdida emocional protagonizan la narración del proceso de luto que acontece tras la muerte en la rapidísima sociedad moderna: la “desbocada construcción del futuro” frente a ella que, en palabras del autor, conforma una “frenética futuromanía” y a nuestro juicio anuncia la temible inmediatez que azota el existir del presente; la imposibilidad (¿futilidad?) de intentar medir la dimensión del dolor del otro, y la ubicua contradicción de que cada vez más la muerte nos resulta cercana y familiar mientras cada vez menos asumimos su incuestionable inexorabilidad.
Paradójicamente, la muerte es la preocupación humana por excelencia tanto en lo práctico (casi todo lo que hacemos de una forma u otra está destinado a evitarla) como en la esfera intelectual; ante su presencia conformamos toda suerte de meditaciones y opiniones mientras el acto funerario se convierte en una riquísima gama de expresiones místico-filosóficas. Pero poca gente parece pensar en la muerte ―sobre todo la suya propia― ni mucho menos con la misma naturalidad con que enfrentamos el nacimiento hecho que según Fernando Savater, dueño de estas cavilaciones, nos debería resultar tan misterioso como nuestra partida. Los psicoanalistas ya sabían esto cuando recordaban en sus textos cómo a pesar de las estadísticas y el envejecimiento, obvios recordatorios de nuestro destino final, la muerte propia todavía continúa pareciéndonos una conjetura inimaginable, un hecho sencillamente poco verosímil.
La muerte de nuestros allegados, por su parte, constituye un periplo un tanto diferente en cuanto a que dicha pérdida define un paradigma profundamente significativo para los sobrevivientes ya que con el fenecido ha desaparecido algo que modifica drásticamente su ejercicio social al convertirles en deudos, viudos o huérfanos. Dicho por Savater de otra manera: “…nuestros semejantes más queridos no son incompatibles con la muerte: todo lo contrario. Por eso los amamos, porque son irrepetibles y fatalmente vulnerables; el amor es la inquietud por lo que podemos perder, el ciego deseo incondicional de que siga existiendo lo que puede dejar de existir”. Yace entonces en aquella finitud del ser querido la indeleble marca que arrastraremos épocas a venir y que sólo encontrará sosiego ante la llegada de nuestro propio fin o, en el mejor de los casos, cuando la asumamos como irrevocablemente real.
Barthes, quien se resignó a continuar viviendo atado a “la presencia de la ausencia” nos encomió a rechazar la acepción ‘duelo’ por esta ser muy “psicoanalítica”: No estoy en duelo, estoy sufriendo; resaltó además que el coraje necesario para enfrentar el sufrimiento del final es el mismo que nos alimenta el sostén del instintivo e innegable humano deseo de vivir. No sorprende entonces que el editor de Journal de Deuil haya considerado que el propósito fundamental de esta obra fuese precisamente exaltar la contribución de la madre del autor a su propia felicidad y a alimentar su firme creencia en la valía de la vida ambas reveladas en el testimonio existencial de quien a todas luces pareció haber sido una extraordinaria mujer.
Todo lo compartía y atesoraba casi nada, mi madre, a menos que se tratase de un viejo libro, un retrato familiar o de los elepés de Sinatra, Olga Guillot o Mantovani que en su picó Telefunken tantas veces supo escuchar rodeada de nosotros, inocentísimos niños prematuramente sorprendidos por la magia de la música y la cerveza
A nuestro modo de ver, la muerte más íntima, la más cercana a los confines del corazón herido es aquella que arrebata la progenitora dejándonos vacíos; rotos en pleno centro del lenguaje territorio donde la palabra madre cesa de ser precedida por el mi, ese adjetivo posesivo en primera persona que ontológicamente conformó nuestro existir. Territorio donde sólo la memoria será capaz de mantener su llama viva. Por ello la recuerdo, a mi madre, hoy, undécimo día de su adiós en todas las formas que la conocí y la amé.
Regia, la recuerdo hermosa e imperecederamente regia arropada bajo una tez achocolatada que al niño en mí solamente podía representarle la miel o un trozo de azabache; más abajo de la cabellera y de sus ojos negros yacía el más poderoso rasgo de su topografía: la risa casi eterna que nos acostumbró a que de aquella boca casi pincelada no emanaba, ni esperáramos de ella, otra cosa que no fuese la alegría esparcida a borbotones. La recuerdo contándome historias y poemas mientras repartía consejos redundantemente innecesarios en contra de no sé qué riesgos del asma prepuberal que insistía tercamente en corroer mi frágil y virgen felicidad. Entiéndase que ella cuidaba obsesivamente de todos y todas en cada circunstancia: de la vecina viuda y del alumno gimiendo disneico gracias a las bombas lacrimógenas; de la tía postrada cancerosa aguardando la muerte y del ahijado hijo de un desamparado agricultor habitante de no sé cuál paraje de aquel Cibao fecundamente verde. Todo lo compartía y atesoraba casi nada, mi madre, a menos que se tratase de un viejo libro, un retrato familiar o de los elepés de Sinatra, Olga Guillot o Mantovani que en su picó Telefunken tantas veces supo escuchar rodeada de nosotros, inocentísimos niños prematuramente sorprendidos por la magia de la música y la cerveza. La conversación, predecible ritual de interminables sobremesas visitadas una y otra vez por el abecedario del Darío azul, Moreno Jiménez o el enorme Quevedo, fue la más rotunda expresión de una mente donde solo cabía el respeto, la ternura, el debate y el pensar atravesados todos y cada uno por las ráfagas del amor que ella, mi madre, repartía. Ayer, acomodando los enseres que me acompañarían a su despedida me encontré perdido; profundamente confundido ante la lógica exigencia de las circunstancias que esperaban de mí un justificado inventario. Una lista de útiles que, taquicárdico, yo apremiaba completar antes de partir rumbo al nido ancestral ya herido de muerte: la ropa interior, un saco y corbata, el celular, los documentos y el efectivo… Mas, ¿Qué tal el dolor, las lágrimas y la compostura? ¿Dónde iría a parar el desasosiego que inunda el alma anticipando la visión del cadáver de tu más preciada amiga? ¡Oh Dios!: ¿Qué más podría traer consigo un hijo al sepelio de su madre? ¿Acaso el último beso, la penúltima sonrisa que te regaló o tal vez la recurrente pregunta “cuándo regresarás a verme”? Ignoro respuestas. Aún me embargan la desolación y el miedo de vivir sin ella.