En las últimas semanas he jugado intelectualmente y he juzgado vivencialmente. Todo de modo consciente. A sabiendas de las posibles reacciones sentimentales que provocó el deceso del nonagenario líder revolucionario mantuve una postura en las redes sociales contraria a lo que esperaban la mayoría de los revolucionarios, los antigringos o los intelectuales de izquierda (que no son para nada lo mismo) con quienes comparto ideas en el cibermundo. De igual forma, me he leído todo lo que han escritos en la prensa digital nacional y en algún momento, contrario a mi práctica habitual, escuché un matutito de la tarde en el que el hijo de un combatiente de Caracoles hablaba “objetivamente” de la figura, del pueblo y del hecho. En resumidas cuentas, devoré mucha información al respeto y salí más convencido de varios puntos que deseo compartir:

Primero, estamos en una época de “confusión democrática” (Sartori).  Las diversas definiciones del concepto “democracia” en las teorías políticas del siglo XX, junto a la práctica malsana de algunos estados liberales y otros no tan liberales de nombrar su sistema de gobierno como democráticos ha llevado a la ciudadanía a la banalización del vocablo democracia y sus afines. Decir que somos herederos de la democracia griega o que un sistema de gobierno de partido único es democrático no resulta incongruente para el ciudadano común.

Segundo, la democracia liberal moderna está en crisis. Entendámonos bien, democracia liberal moderna es un sistema de gobierno que posee al menos estos rasgos: regido por una constitución que garantiza ciertas libertades y derechos fundamentales; elección de las autoridades periódicamente en un rango de alternativas viables que garanticen la alternancia en el poder que, a su vez, es fragmentado en instituciones que permitan la toma de decisiones colectivas amparados en un procedimiento estipulado previamente dentro del marco legal.  De este modo coincido con Norberto Bobbio al correlacionar como interdependientes el Estado liberal y el democrático. Si desaparece uno, el otro se esfuma.

Tercero, tenemos pocas nociones de qué significa un régimen totalitario. Dos teóricos de la filosofía política nos dicen que el totalitarismo es un fenómeno de la modernidad (Sartori) cuyas prácticas políticas se sostienen en la ideologización de la realidad fáctica (Arendt) y la asunción de la sociedad en el Estado único. En otras palabras, el régimen totalitario está dirigido por un partido único, un líder único que tienden a confundirse con las instituciones que conformarían el Estado.

Cuarto, como las democracias liberales modernas no han podido garantizar a todos sus ciudadanos las necesidades básicas (alimentación, salud, educación, seguridad) somos capaces de claudicar otros derechos fundamentales (a la vida, a la propiedad, la libre expresión, libre asociación, libertad de movimientos dentro del marco legal) en pos de satisfacer primariamente estas necesidades. Todos los argumentos leídos y escuchados en estas semanas de juego y juicio estarían en este rango.

Quinto, el disenso sostenido racionalmente frente a la conciencia afectada emocionalmente muestra claramente la ineficacia de los razonamientos lógicos frente a la “lógica” del apetito.

El quinto y el cuarto punto nos indican que los tres primeros son “a según” (según convenga al sujeto, al momento, al contexto, a la crisis, etc.).  Aquella distinción entre teoría y práctica, tan vieja como la misma humanidad, vuelve a calar hondo en nuestros adentros y se confirma la disparidad entre las teorías y las prácticas políticas.

Hay un concepto fundamental para la crítica en el pensamiento social que me permito compartir, es el concepto de mito. Fundamentalmente el mito es una narración de corte fantástico a través de la cual se explicaba, antiguamente, una realidad. Uno de los recursos del mito es la exageración de algún elemento de la realidad o de la realidad misma en su totalidad. En el inicio de la filosofía el mito constituyó una manera de buscar la verdad, las esencias de las cosas.

En las sociedades modernas el mito ha funcionado como constitución y estructuración de posicionamientos ideológicos y políticos de los más diversos ámbitos. Hay mitos de conservadores y liberales, revolucionarios y progresistas, etc. Estas etiquetas son claro ejemplo de una constitución simbólica de las ideologías que agrupan las más disímiles fuerzas y grupos que luchan por lo mismo: poder.