En infinidad de ocasiones me han preguntado si noto alguna diferencia entre el expresidente Leonel Fernández y su antecesor, Hipólito Mejía, y mi respuesta ha sido negativa. Me ha costado, en efecto, encontrarlas. Las que pudieran existir están relacionadas más con rasgos de la personalidad que con sus actitudes y el tratamiento de los problemas nacionales.

Fernández suele ser un hombre mucho más calmado, pero Mejía luce más sincero. Fernández tiende un muro impenetrable a su alrededor lo que dificulta llegar a él. Mejía deja ver todo lo que hay dentro de sí. El primero prefiere el silencio. El segundo no puede dominarlo. Fernández tiene un sentido de racionalidad que pauta su accionar público. Mejía es esclavo de sus emociones.  Fernández por lo general, no siempre (recuerdan su “Trujillo del siglo XX”), tiene control sobre lo que dice. Mejía responde a cuanto se le pregunta. Fernández calcula. Mejía sólo resta y suma. Un frío intenso, como el de un iceberg, se siente en torno a Fernández. Una llama intensa alrededor de Mejía. Fernández mira de soslayo cuando saluda y estrecha la diestra. Mejía se confunde en un abrazo. El primero ama la soledad (no la del “poder” que ya sufriera), donde intenta encontrar su  fuerza. El segundo halla más placer en compañía. Uno abreva en las bibliotecas. El otro en el verdor de la campiña. Uno juega con las palabras. El otro va directo al grano. Fernández impresiona. Mejía encanta. Fernández convence con el verbo. Su antecesor con una mirada viva o un chiste picante. Uno es cerebral. El otro enseña el corazón. El primero lee  pero no escucha. El segundo habla y actúa. Fernández está a gusto en el Palacio. Mejía  demanda compañía.

Dos hombres  en apariencia distintos y curiosamente tan similares que han tenido la carga de gobernar el país. El primero por doce años el segundo hasta ahora sólo por cuatro. Fuera de ahí, ¿cuáles son las diferencias?