Talanca abrió allá por el año ochenta y seis. El mismo año de los Juegos Panamericanos y del Caribe. Santiago se creía entonces el centro del mundo, la meca universal. Las doñas pintaron sus cuartos, compraron abanicos KDK y bosesprines Postopédico de la Reina. Soñaban que los turistas los alquilarían, que se pelearían por ellos y las pujas aumentarían sus ofertas – en dólares, por supuesto – más allá del cielo. Pobrecitas: se quedaron con las ganas. En cambio, nosotros, los que empezamos a ir a Talanca, no compartimos su desilusión: el romo nunca defrauda.
Guanchi Estepan compró un viejo caserón en la Restauración. Le tumbó las paredes y le dejó el techo de cinc y el piso de madera. Lo decoró con pósters de Billie Holiday, los Beatles, viejas ventanas de casas de campo, una lámpara del alumbrado público y otras cosas que el olvido me ha arrebatado. La luz tenue, las mesas y sillas de madera, el frondoso limoncillo que salvó del hacha completaban ese ambiente maravilloso.
Al ambiente solo lo superaba la música. Talanca era el templo de los melómanos. Desde la nueva trova hasta la bossa nova, desde Serrat hasta Fito Páez, desde Patricia Pereira hasta Luis Días – ambos muchas veces en vivo – todos cantaban desde el aparato de música que estaba detrás del mostrador. Con frecuncia se organizaban conciertos, no solo de artistas criollos, sino internacionales. Sobre todo cubanos. Guanchi era más que un melómano, era un melópata, de los de verdad. Y la música que elegía era música para iniciados en su culto. Era la élite de la música, la crème de la crème. O al menos eso creíamos. Las canciones “comerciales” eran non gratas. A quien pedía una canción de Raphael de España se le miraba con una mezcla de lastima y condescendencia. Debo confesar que a veces la música era demasiado elitista. Pienso en John Coltrane y en el Bule. Solo dos personas entendían su música: Guanchi y el que tocaba. Mea culpa: el free jazz nunca fue lo mío.
Los asiduos de Talanca era una especie de élite intelectual. O al menos eso creíamos. Su perfil era bastante homogéneo: inconformistas, artistas, amantes del arte y de la literatura, bohemios y todo aquel que sentía que se asfixiaba en Santiago, por aquello de pueblo chiquito, infierno grande (Santiago tiene alma de pueblo, aunque se crea metrópolis), inadaptados – así nos llamaban -, en fin, roscas izquierdas. Naturalmente, éramos de izquierdas. Nuestra santísima trinidad era la de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Amaury Pérez. Y como élite intelectual que éramos – o que nos creíamos – no podíamos ser otra cosa que peledeístas. Como idealistas que éramos, creíamos en esa utopia de que un partido de gente seria acabaría con el atraso y la miseria ¡Cuánto se ha robado desde entonces!
Los abonados a Talanca no teníamos que darnos cita: uno llegaba y se encontraba siempre alguien con quien sentarse a hablar y a beber. En Talanca había clientes fijos a los que los camareros servían sin necesidad de preguntarle lo que querían. Los había con mesas fijas. Los había de exagerada confianza. Pienso en Iván Araque, que siempre llegaba tardísimo, con un casco de motor en la mano. Iván iba y se metía directamente detrás del bar, a poner la música que le gustaba. A los demás que oyeran: él sí que sabía de música. A sus espaldas se comentaba que él había matado un viejo que vivía a tres casas, Restauración arriba, con su manía de poner a los Talking Heads a todo volumen a las tantas de la noche.
Recuerdo con nostalgia a muchos otros contertulios. A Cocó Grullón que vestía siempre de negro y llegaba con un periódico debajo del brazo. A su hermano Pepe, junto a quien casi nos vamos a los puños con unos cubanos de Miami cuando nos oyeron defender a Fidel. (Guanchi casi nos mata, pues eran mecenas que traian artistas cubanos, a lo cual se negaron cuando cayeron en cuenta de que era un nido de castristas). Recuerdo al poeta Dionisio López Cabral, que cuando se ajumaba lloraba porque era pobre. A Cucú, a quién Luis Días le dijo “Anjá, ven, componlas tú”, cuando este le dijo que sus canciones eran un cachú do-fa-la. A Daniel Bueno, que siempre se sentaba en la esquina del bar, debajo del póster de la Dama del Jazz. A Marco González, que siempre andaba recitando poemas de Guillén y corrigiéndonos (“No se dice Zweig, se dice Zchvaig”). A Lincoln Lopez, quién conto una anécdota de la que todavía me río, dos décadas después. A Rafael Emilio Yunén (¿Pero qué hacía? El olvido es una maldición)…
En Talanca se bebía. Los viernes por la noche me gastaba los treinta pesos de semanal en un servicio de Barceló Añejo. Poco importaba que me quedara sin un real: el resto del fin de semana lo pasaba resacado. Muchas veces nos quedábamos conversando – y chupando – hasta las tres de la mañana. Más de un borracho se durmió sentado en el trono cuando “imperiosas necesidades” los forzaban a pararse de la mesa.
En Talanca se comía. Las bolitas de queso de Aída Cruz, la mujer de Guanchi, mandaban madre. Igualmente la crema de leche que hacía doña Aida, la suya. Los camareros iban y venían sin cesar, con sus bandejas cargadas de néctares y manjares, esquivando las mesas de donde se levantaba un murmullo ensordecedor. De todo se comía en Talanca, menos mondongo: Juanchi sabía que el mondongo atrae a los borrachos, y que es la etapa previa a la devolución oral de lo bebido (más fino no me va a quedar).
Talanca era una especie de templo donde los amigos se entregaban a epicúreos placeres. Solo uno estaba prohibido: el amor. Cuando una pareja se encaramelaba demasiado y mostraba públicamente su cariño, sonaba una alarma. Aída mandaba con uno de los camareros – con Bernardo o con otro al que, por ser su mujer casquivana, llamábamos el diabólico -, un cartoncito que rezaba: “Por favor, controlen sus emociones”. Más de una pareja pagó su cuenta y huyó como cuerpo que lleva el diablo, a esos nichos donde no ronda la muerte y sí se fragua la vida.
Pero todo lo bueno se acaba. Se acabó Guanchi, a los cuarenta años, una noche tan lúgubre como nuestra pena. Se acabó nuestra indolencia el mismo día que comenzaron nuestras responsabilidades. Se acabó nuestra tolerancia al romo y a los trasnoches. Se acabó Talanca. Aída la arrendó. Solo Guanchi podía darle vida. Cuando el inquilino me explicó que no podía ponerme a Serrat “porque no vendía” – la venganza es un sancocho que se bebe frío -, supe que se acabó una época. Supe que tenía una razón de menos para quedarme en Santiago, y una de más para cruzar el océano.
(Son estos recuerdos fragmentados y muy personales. Quizás este artículo dé una visión más completa de Talanca).