Talvez no sea Francisco el Papa por el que han esperado por mucho tiempo los feligreses. Después de la muerte de Pablo VI, a comienzos de agosto de 1978, mientras esperaban la elección del nuevo custodio de las llaves de San Pedro, las turbamultas reunidas en las plazas de Roma y el Vaticano, mostraban letreros con una rogativa: “Escoged un Papa católico”.
Las multitudes querían significar con sus demandas, el ascenso de un hombre más consciente de sus deberes pastorales, que comprometiera a la Iglesia con los pobres. Anhelaban un Papa para todo el mundo, no solamente para los católicos sin pretender consuelos o fórmulas cristianas para aquellos que no lo eran; que supiera sonreír para penetrar más fácilmente el alma humana y atender sus inquietudes. Un Papa capaz de entender las necesidades de millones de seres sedientos de atención, comprometido con la redención material y espiritual de quienes incluso no profesan fe alguna. Un líder decidido a ponerle barreras a la corrupción dentro de su propia Iglesia y a colocarse en el corazón de quienes sufren. Un Papa dispuesto a cambiar a la Iglesia para humanizarla.
Tal vez sea ese el Papa que en esta hora difícil necesita un mundo perdido en la avaricia y la desigualdad. Un Papa capaz de decir lo que ya está diciendo, llamando a sus obispos a ser piadosos y comprensivos y a los ricos a renunciar “a la cultura del egoísmo”. Un Papa sencillo, renuente a aceptar el oropel, la intriga y la corrupción que han caracterizado la vida de la Curia romana que le rodea. Un nuevo depositario de la fe, más sacerdote que Pontífice.
Un hombre, en fin, en condiciones de propagarla sin mácula alguna, que acepte la separación de la Iglesia y reconozca la necesidad de un entendimiento con las demás iglesias como necesaria contribución a la paz y a la salvación humana. Probablemente, no puedo asegurarlo, muchos católicos hayan encontrado ya a un Papa deseoso de serlo.