Ignoro quién habrá inventado el diccionario, pero sin duda uno de sus mayores promotores, por lo menos a lo que a la lengua francesa se refiere es Pierre Larousse, cuyo apellido nos evoca el nada “pequeño” libro de los saberes múltiples. Incluso el mismísimo Sartre menciona en su autobiografía Les mots (las palabras) el afecto que le prodigaba al Petit Larousse. En un descuido amaba más a dicha obra que al prójimo nada próximo, si nos fiamos de su célebre apotegma: el infierno son los otros.

Como dicen por allí: nadie sabe para quien trabaja, pues Larousse, hijo de un hostelero e incitado por los vinos de su Borgoña natal, soñaba con adquirir un viñedo; no obstante, terminó “cultivando” diccionarios. Quizás a ese antiguo sueño alude la imagen de la editorial: la mujer sembradora, que lanza al viento palabras, ¿uvas báquicas?, para que algún curioso, sediento de saber, las devore.

Crítico con los manuales escolares, que leyó durante sus años de formación en la Escuela Normal Superior, Don Pierre vio que era necesario renovarlos, quitarles densidad y confiar no sólo en la memoria infantil, sino también darle juego a su inteligencia, a su imaginación, apunta Virginie Meyer de la Biblioteca Nacional de Francia y con dichos ingredientes empezó a ofrecer en su casa el primer manual de su autoría.

Sin embargo como lo sabemos, fue el diccionario la innovadora joya de la corona (que este editor republicano y anticlerical me dispense lugar común). Concebido para competir directamente con el de Emile Littré, el de Larousse era más que un simple catálogo de definiciones. En efecto, el “Grand Dictionnaire universel du XIX siècle”, como su nombre lo indica, tenía alcances enciclopédicos y en quince tomos consignó todo lo consignable o casi. Empezó a circular en 1860 y por si fuera poco, estaba salpicado de ilustraciones, a diferencia del resto.

Por ejemplo, la letra “A” está representada con la imagen de Adán, apunta Raymond-Josué Seckel, también investigador de la Biblioteca Nacional. Don Pierre Larousse quería recordarnos que el compañero de Eva era el centro de todo conocimiento. ¡Oh, qué tiempos idos! Tengo ligeras sospechas de que hoy en día, las acciones y tendencias giran alrededor del dinero, mientras que la figura humana se vuelve cada vez más borrosa.

Intento un mise en abyme y busco la palabreja “diccionario” en el diccionario: “ Repertorio en forma de libro o en soporte electrónico en el que se recogen, según un orden determinado, las palabras o expresiones de una o más lenguas, o de una materia concreta, acompañadas de su definición, equivalencia o explicación.” Ni más ni menos: palabras y palabras para dibujar el mundo.

Un parpadeo me lleva a mis años de escuela. Entre todo el material que incluía lápices, cuadernos, bicolores o libros de texto, nunca faltaba el diccionario… Pero volvamos a la época actual. Monsieur, que significa plonger en español, búscalo solito y les extiendo un ejemplar bilingüe. Me ven con una mezcla de tedio, incomprensión y pena generacional. Están seguros de que ignoro los encantos de la red y que por pura mala voluntad los obligo a husmear en un libraco de letra diminuta. Sigo con la clase y ellos se ponen a escudriñar (si no lo han olvidado ya) google translator. San Petit Larousse, versión no electrónica, no nos abandones…