Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo.
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.

Octavio Paz

     

Establecíamos sin afirmarlo en la entrega anterior que ante la ubicua avalancha de superficialidad que hoy permea la percepción sensorial del sujeto posmoderno, cabría preguntarse, quizás esperanzadoramente, qué papel juega la interacción –el diálogo, diría yo– que acontece entre todos y cada uno de nuestros cinco sentidos. Sin ánimo de consideraciones filosóficas, se nos ocurre pensar que la superposición de lo aprehendido a través del tacto, la visión, la audición, el gusto o el olfato podría tener un escenario clínico, o lo que es igual, un teatro de acción común ante el cual, felizmente, pudiésemos hacer un ejercicio que nos conduzca a la última frontera metafórica: a escuchar notas al tocar un objeto, a sentir colores con los dedos, a oler memorias o a saborear palabras. Es decir, a soñar e imaginar, algunas de las urgentes extravagancias pertinentes al acontecer del existir contemporáneo.

Es justamente aquella superposición lo acontecido con la sinestesia (del griego συν– [syn-], ‘junto’, y ασθησία [aisthesía], ‘sensación’), la asimilación conjunta o la interferencia de varios tipos de sensaciones provenientes de diferentes sentidos en un mismo acto perceptivo. Aunque en el caso extremo ella representaría una condición causada por la activación cruzada de áreas adyacentes del cerebro que procesan diferentes informaciones sensoriales (un cruce resultante de un fallo in útero en el desarrollo de la conexión de los nervios entre las regiones de interés), en general ella constituye un curiosísimo rasgo del pensamiento humano.

No es que en la sinestesia el sujeto asocie o tenga la sensación de sentir múltiples esferas, sino que en realidad las siente; tampoco se trata de que este hecho le convierte necesariamente en víctima de una patología (la sinestesia es muy frecuente sobre todo entre los artistas). Como tal, los poetas simbolistas franceses del siglo XIX encabezados por Verlaine, Rimbaud y Baudelaire usaron la sinestesia como figura literaria que refleja la relación entre los sentidos atribuyendo a través de ella cualidades de un plano sensorial a otro. En este concepto proponían un uso autónomo del lenguaje divorciado de las leyes de la realidad a fin de crear imágenes poéticas descontextualizadas de lo estrictamente material. La poeta colombiana Andrea Cote Botero ha aludido al tema y nos recuerda un hermoso poema sinestésico-olfatorio de Baudelaire titulado “Correspondencias”:

Como largos ecos que de lejos se confunden
en una tenebrosa y profunda unidad
–vasta como la noche y como la luz–
los perfumes, los colores y los sonidos se responden.

Hay perfumes frescos como carne de niño,
dulces como los oboes, verdes como las praderas.
Y hay otros corrompidos, ricos y triunfantes,

que tienen la expansión de las cosas infinitas,
como el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso,
que cantan los transportes del espíritu y los sentidos.

La sinestesia artística también abarca la pintura como expresión gráfica plurisensorial hecho manifestado sobre todo en importantes creadores como Kandinsky, Malevich y Salvador Dalí en cuyas obras la sensación subjetiva de la imagen propia de la vista permea otros sentidos, como el gusto, el oído o el tacto. Para los estudiosos del arte es archiconocido el dialogo que en una ocasión sostuvo Dalí con Le Corbusier en el cual el genial pintor caracteriza la arquitectura a través de expresiones sinestésicas en las que esta disciplina es conectada al goce y al deseo y también al tacto, al ser ella, en palabras de Dalí, una manifestación creativa “blanda y peluda”.   

En la historia de la pintura muy pocas veces se ha logrado una colaboración tan íntima e imperecedera entre dos artistas como fue el caso de los flamencos Peter Paul Rubens y Jan Brueghel “El viejo” hecho expresado magistralmente en la serie “Los sentidos” completada en las tempranas décadas del siglo XVII hoy exhibida en el Prado de Madrid. El óleo correspondiente al sentido del tacto muestra una compleja escena al parecer enmarcada en lo que parecería una cueva donde dominan las figuras de Rubens representando guerreros, objetos metálicos y armaduras contrastados con una imagen de Venus y Cupido abrazados, absortos y ajenos al entorno que los rodea. Brueghel, por su parte, detalla el escenario donde acontece todo (paisaje, luz y sombras) en el que la materialidad (palpable) de los objetos adquiere un rol protagónico como representación del símbolo.

Mucho se ha escrito sobre la ambigüedad y el significado oculto de esta obra y en particular sobre su conexión con el sentido del tacto: para algunos simbolizaría la transitoriedad de nuestras percepciones, la inexorabilidad de la muerte a pesar del poder defensor otorgado por la parafernalia bélica, e incluso una lectura moralista (y religiosa) que advierte contra la superficialidad del sentimiento amoroso. Mas, apartémonos de tales lucubraciones y meditemos quizás sobre cómo el artista y el Hombre del barroco entendían la expresión y relación existente entre los sentidos y todas las esferas del acontecer humano.

Para el anatomista y ensayista mexicano Francisco González-Crussi la respuesta a los avatares de la sensación y los sentidos aquí abordados es más simple de lo que aparenta: Cada uno de ellos posee independencia, un grado de autonomía que la propia educación médica ha inculcado por mucho tiempo. Nuestros órganos de la percepción –argumenta González-Crussi– representan ventanas independientes cada una revelando diferentes segmentos del horizonte perceptual. “Hemos vivido con una idea diluida de la vida de los sentidos”, afirma, “con una (presunta) fórmula científica racional incapaz de reconocer la naturaleza inter-comunicante de la percepción. Fórmula inútil en la comprensión de lo que pudiese representar la real y verdadera aprehensión, directa e incondicional, del mundo objetivo a través de los sentidos”. Urge entonces, tal como advirtió Kandinsky, una redefinición conceptual de la percepción a fin de que nuestra interacción con el entorno se haga más rica, plena y abarcadora. A fin de que el pensamiento se acerque más al espíritu que nos hace humanos.   

¿Acaso sería posible la supervivencia del cuerpo huérfano de contacto? ¿Podría continuar siendo cuerpo sin afuera y sin relación con otra cosa que no fuese más que consigo mismo? Aún más, ¿podrían los cuerpos dar lugar a la existencia, a representar lugares de existencia sin conjugarse unos a otros? Son estas algunas de las inquietudes incluidas por Jean-Luc Nancy en su libro 58 indicios sobre el cuerpo, Extensión del alma a las cuales responde con una rotunda sentencia: “… (Bajo las condiciones sobre el cuerpo ya mencionadas) sólo volverían a encontrarse las ya conocidas representaciones filosóficas y teológicas de lo absolutamente intocable: Individuo-sujeto, o Dios”.

Entendemos que el primero estaría representado en ese Ser aislado que constituye el individuo moderno reducido, o en vías de reducción, a mero dígito consumidor que “vive” exclusivamente en los confines de su corporalidad; sean éstos su muro de Facebook, el teléfono inteligente convertido en oráculo o el ordenador que le otorga esa nueva oralidad humana esparcida en el teclado digital. Y Dios, que es otra cosa, a la cual no tememos.