“¡Niña, cuídate los pies!”, me sugirió con dulzura el visitante al verme correr descalza por el patio de mi casa, con la energía apabullante de una preadolescente muy saludable.

Consejo arcano, recomendación misteriosa que yo, ignorante entonces de las leyes de la atracción, del arte de la seducción y del poder de la sexualidad femenina, seguí, sin embargo. Me apresuré a lavar los piececitos y a encerrarlos en medias deportivas y zapatos tenis.

Empecé a tomar prestado el estuche de pedicura de mi madre y muy pronto conté con alicate, cortaúñas, lima, retractor de cutícula, piedra pómez, algodón, acetona, crema humectante y, lo que ha sido desde entonces una constante en mi escaso arsenal de afeites: esmalte sin color o, como solemos designarlo las dominicanas, “cuté natural”.

Junto a los pininos como pedicura, surgió en mí una aversión creciente hacia las uñas con esmalte de color agrietado o cascado, símbolo ideal de la vulgaridad extrema. Por tal razón, y a pesar de la presión ejercida por estilistas diversas, siempre utilizo “cuté natural”. Otra consideración estética no menos importante, es que el color de la carne que transparentan las uñas de una mujer de tez clara, sana y no fumadora, es de un rosado cuyo atractivo no puede ser desplazado por tonos de laboratorio.

El llamado a una vanidad de dudoso origen, a una pírrica elegancia, presente hasta en las películas pornográficas, oculta una estela de males

Si inquiere usted sobre mi apariencia, confesaré que soy una mulata común y corriente: “Ni tan fea que espante, ni tan bonita que encante”. Y le diré también que mis pies no son de otro mundo, que pienso que los meñiques son demasiado pequeños con relación a la longitud del resto de los dedos.

Con los años, empero, personas de todas clases y edades me han convencido de que mi mayor atractivo físico radica en ellos. Al “encanto” de mis pies se han rendido –sin exageraciones ni divagaciones fantasiosas de mi parte– desde mujeres heterosexuales hasta hombres homosexuales, e incluso seres que no han abandonado la infancia y que, por tanto, no pueden ser catalogados por sus preferencias eróticas.

Más de una vez, la devoción de un desconocido o de una desconocida hacia mis pies me ha flameado de adrenalina el rostro, en respuesta a homenajes que siempre he considerado inmerecidos. Ya estoy acostumbrada a que las pedicuras elogien el final de mis extremidades inferiores; lo considero una cortesía profesional. Pero ni en el más loco de mis duermevelas soñé lo siguiente:

Un día acudí al salón de belleza de costumbre, y cuando la pedicura terminó su tarea, la propietaria se acercó junto a otra clienta a la que espetó: “¡Mira qué hermosos los pies de Luchy! ¿Por qué no los besas?”.

Si la pregunta me dejó sin aliento, la reacción de la clienta envió mi cerebro al hiperespacio, dejando en la cavidad craneal una señal de interferencia, un cortocircuito. Como si hubiera sido mi amante, la mujer tomó en sus manos mis pies y los besó tiernamente en el nacimiento de los dedos pulgar e índice.

Hasta donde sé, ambas mujeres, propietaria del salón y clienta, son madres de familia y esposas enamoradas y felices. Pero es que no soy yo, son mis pies y su atractivo suprasexual. Es la única explicación a su fascinación estética podal cuasi fetichista, impulso que también contagió a mi amigo Bruno, cien por ciento “gay”, cuando desnudé mis pies ante sus ojos en la playa.

No sólo “hay batallas que se libran en la piel”, como canta la extraordinaria Patricia Pereyra; sino que hay guerras que son peleadas –y ganadas– con los pies. Un enamorado mío, al que no le eran indiferentes los coqueteos de una amiga en común, inclinó definitivamente la balanza de sus afectos hacia esta servidora cuando, en una reunión a la que asistimos ella y yo, él pudo deleitarse con la “idílica visión” de los cuidados pies que calzaban unas hermosas zapatillas de piel, de tacón mediano, manufacturadas por un afamado diseñador italiano.

Por pudor elemental, no voy a mencionar aquí que mis pies han recibido las caricias más revolucionarias y los besos más entregados ni que, parafraseando a Whitman, han sido el portal de una lengua húmeda hacia mi corazón desnudo.

El homenaje más sincero, cándido y desprovisto de propósitos ulteriores que un ser humano haya podido dedicarles provino, sin embargo, de una niña de diez años. Su madre y ella vinieron a mi casa, pues me encontraba enferma. Cuando saqué mis enfebrecidos piececitos de la manta, la pequeña se apoderó de ellos exclamando: “¡Qué pies más lindos tú tienes, Luchy! ¡Mira, mami, mira, qué lindos, qué lindos!”.

No estoy segura de cuánto tiempo duró la visita, pero la niña no soltó mis pies en ningún momento. Y yo tuve que fingir absoluta naturalidad ante una situación extraña que, por momentos, me parecía completamente absurda.

En fin, que desde el consejo arcano de aquel desconocido cuido mis pies y los protejo de cualquier amenaza; por eso mis calzados son siempre de piel, ergonómicos y de calidad.

Dosifico el uso de zapatillas y chancletas, y hasta mis zapatos tenis están firmados por fabricantes de renombre que conocen y respetan las especiales características del pie femenino. Y me abstengo de los “high heels”, no importa qué tan Manolo Blahnik puedan ser o con cuánta piel de cocodrilos bebés hayan sido confeccionados.

Los zapatos de tacón alto y punta aguda son el invento de un misógino, enemigo acérrimo de las mujeres, oculto tras la máscara de un diseñador de modas.

¿Por qué los hombres usan siempre zapatos cómodos, mientras a nosotras se nos impone la dictadura de los callos, los juanetes, las deformidades óseas y las lesiones musculares?

¿No serán los tacones altos los corsés de la modernidad, el legado residual de la tortura milenaria de muchas culturas contra la anatomía femenina?

El llamado a una vanidad de dudoso origen, a una pírrica elegancia, presente hasta en las películas pornográficas, oculta una estela de males que van desde las desviaciones en los tobillos y la tendinitis, hasta la artrosis de rodillas y caderas.

Los pies son nuestro principal sostén anatómico. Los tacones duplican la carga del peso corporal, ocasionando lumbalgia, daños a la columna vertebral y desgarramiendo de dedos.

Cada una de dichas extremidades tiene 26 huesos y 19 músculos y ligamentos que debemos preservar, porque pueden otorgarnos ventajas comparativas cuando otros encantos se hacen demasiado comunes. Te lo digo yo: ¡niña, cuídate los pies!