Esta novela de José Enrique García puede leerse como un intento, después de solo cenizas hallarás (bolero), de Pedro Vergés, de adentrarse en la sicología y el ambiente histórico, social, político y, específicamente literario, de la ciudad como espacio de desolación y fracaso de las ambiciones de la pequeña burguesía tanto de la Capital como de las provincias y cuyo epicentro de actuación son las cafeterías, bares y restaurantes, en particular una, La Cafetera, su símbolo más emblemático en los años 1950-90 del siglo XX.

Una estrofa optimista de la canción “La vie en rose” de Edith Piaf (p. 38: «Quand il me prend/dans ses bras/il me parle tout bas/je vois la vie en rose.») es el hilo conductor de la reminiscencia del bolero de Tito Rodríguez (p. 126, 139; «En la vida hay amores/que nunca pueden olvidarse/imborrables momentos/que guarda el corazón.») y el naufragio de un proyecto de sociedad que tanto en Solo cenizas hallarás como en Taberna de náufragos son la derrota de las ilusiones pequeño-burguesas o la pretensión de escalar socialmente.

Hay varios precedentes de relatos y novelas donde la ciudad es escenario privilegiado (Cosas añejas, La sangre, Ciudad romántica, Juan, mientras la ciudad crecía, Currículum. El síndrome de la visa, las novelas de Marcallé Abreu, etc.), pero ninguno se ha volcado en el tema del fracaso de una pequeña burguesía que aspira a la gloria literaria y termina tragada por las deslumbrantes luces de la ciudad y las fantasías que ella ofrece a las pretensiones de los advenedizos sin estrategia.

El narrador omnisciente planta el cronotopo de su ficción en el puro centro de las ambiciones literarias y políticas de los diferentes personajes que pueblan su novela: «Vio, de súbito, como no le había ocurrido ante, el letrero incrustado en la pared colonial: La Cafetera. Con letras dibujadas en hierro duro, claveteadas cada una de ellas en la pared con la intención de ser parte inseparable del frontal. El letrero, realmente, está ahí como un indicio histórico, mas no refleja las historias que el local atesora. En las historias encimadas radica la singularidad de aquel espacio. Historias sucedidas, puestas unas encima de otras como tazas de café sobre el mostrador. El rótulo, pensándolo bien, no importa. Son los pies los que empujan al cuerpo.» (p. 71).

A partir de este epicentro, el tema y el argumento de la obra versarán enteramente sobre el fracaso del personaje principal, Fernando Cerco, quien aspira a convertirse en un gran escritor y no pasará jamás de simple amanuense, figura que simboliza todas las pretensiones vanas de los que tragados por las luces de la ciudad no se toman jamás en serio el oficio de escribir y viven de los elogios mutuos entre los miembros de las capillas literarias que pululan por doquier.

Para darse cuenta de los miles de aspirantes a escritores fracasados basta hojear los diccionarios, como el que Enrique Tarazona, hijo, las antologías y las historias literarias dominicanas. En cada lapso de cada cincuenta años, estas obras apenas recogen los nombres de cinco a diez escritores o poetas que lograron sobresalir del montón de aspirantes. El resto sale de esos diccionarios, historias literarias o antologías con la velocidad del rayo, tal como sale del diccionario un modismo que no reúne las condiciones lingüísticas para quedarse permanentemente en el uso diario de una lengua.

La novela de José Enrique García tiene el mérito de centrarse desde el inicio al fin en un solo tema: el fracaso literario, es decir, que se enfoca en el problema de escoger a la literatura como trampolín para usarla como medio o instrumento de movilidad social o de vida. Aunque hay otras profesiones fracasadas simbolizadas por los diferentes náufragos, amigos todos, que pueblan el café donde se reúnen, la escritura no se desvía de su personaje central, Fernando, mesa de centro de todos los náufragos de la taberna. Y también mesa de centro de todo lo que ocurre en el interior de la pensión donde vive. Él es el narrador del relato de la aventura de los náufragos de La Cafetera. Falta ahora el narrador de la aventura de la cultura y la literatura light practicadas por los aspirantes a escritores del partido del signo que tienen su epicentro, desde los años 80 del siglo pasado hasta hoy, en el Palacio de la Esquizofrenia y en otros cenáculos de la ciudad.

El texto de José Enrique García va liberando poco a poco, a cuenta del narrador y otras veces a cuentas de algunos de los personajes, ideas explícitas acerca de la literatura, problema central de la obra. Por ejemplo, sobre el ritmo: «… el rimo que corresponde a un impulso vital surge de variados y disímiles elementos que se conectan formando una masa única, compacta, y que van con los días asentándose en un definitivo sitio del olvido.» (P. 188). O sobre la insuficiencia del lenguaje: «… así como ves tú a la palabra una imposibilidad, así siento, y no solo por la naturaleza del instrumento, la palabra misma, sino por la inutilidad de mis páginas.» (P. 187).

Junto al grupo que integra los náufragos de la taberna, el personaje principal, Fernando,  vive el tedio o aburrimiento que teorizado por los existencialistas dominicanos de los sesenta, al igual que los de Francia después del fin de la guerra de 1939 al 45 y no se ruboriza cuando asume su trabajo de amanuense, según se lo confiesa a su amigo Abelardo Carreño, también amanuense: «Creo que voy a colgar un cartel en el balcón [de la pensión del Conde esquina Duarte, donde vive] con un letrero: Se alquilan palabras, y voy a regar la ciudad con octavillas de varios colores: Alquiler de palabra (…) Se alquilan palabras para toda clase de circunstancias y eventos. Se redactan artículos, ensayos, discursos, poemas, libros, oraciones fúnebres, panegíricos, cartas, elogios de bodas.» (Pp. 188-89).

Sobre todo en el período del Triunvirato, el golpe de Estado a Bosch, la revolución de Abril y el fracaso de la guerrilla de Caamaño, la vida de aquellos años prefigura la desorientación política del sentido en que cayó la juventud de clase media, y el país en general, con la vuelta al poder de Balaguer, actitud simbolizada por los personajes de Taberna de náufragos, y que derivó en una emigración vertiginosa a los Estados Unidos y en los años 80 del siglo pasado en la cultura y la literatura light que hoy lo domina todo. La escenificación del acto de circulación del libro de un miembro de aquella juventud deviene en parodia vacua de centenares de actividades similares y la novela es crítica negativa con reminiscencias de Albert Camus( p. 166: «Entonces, engañémonos, o mejor, ilusionémonos, sí, ilusionémonos», grita un personaje femenino, y otro, «–La coherencia no tiene lugar aquí –dice Ana Silvestre…» (p. 165) y otras veces son reminiscencias de Sartre: «Si con algo me quedo de todo ese pensamiento vanguardista, de esa puesta en escena que constituyó las libertades expresivas, es con este ‘el infierno es el otro’.» (P. 186). En esos bares y cafés de la calle el Conde discurre la vida como teatro y el capítulo 26, especie de despedida de la vida, es una escena teatral donde actúan los veinte personajes de la novela, que termina como comenzó.

El capítulo 1 presenta el escenario donde se desenvolverán los náufragos de la vida y la taberna; en el segundo capítulo, el símbolo del naufragio de ellos y de la sociedad es un cuadro con una fotografía del trasatlántico Titanic, «… en el centro de la pared, empotrado en la estantería colmada de botellas» (p. 16).

El personaje central, Fernando Cerco, se convierte en un anagrama generador de otras formas-sentidos de su propio apellido diseminado por todo el texto, al igual que los adjetivos hostiles que califican a la ciudad serán el símbolo de un fracaso, de un pesimismo sin heroicidad: «Inmutable, negada, cómplice, veía a la ciudad. Con frecuencia se abandonaba al recuerdo y lentamente sobreponía a la realidad otra, solo suya, en ese mismo espacio. Y entonces rostros que iban y venían, adustos, envejecidos, entristecidos, indiferentes, rostros alegros, sonrientes, enfermos… Rostros que transgredían, rostros imposibles, malsanos, los que se negaban en los ojos de otros. Ella, sí, también era rostro, también ciudad, y distinta, como memoria y ardid. Y, por momentos, en ese estado de transmutación revivía en él la esperanza. Pero no se engañaba, esa ciudad que un día permitió el encuentro [,] la ausentó sin dejar excusas… Todo se resumía a silencio, palabras cegadas, mudez a propósito, enojo, desdén.» (Pp. 9-10).