“Vivo en el número siete, calle Melancolía,
quiero mudarme hace años al barrio de la alegría…”
Joaquín Sabina
La melancolía parecería estar revestida de características de naturaleza muy particulares al ella poseer una doble condición de mito arrastrado por la historia hasta los afanes de nuestros días, y paradójicamente por ser expresión angustiosa de la misma modernidad que le sacude. “Misteriosa herida que a pesar del dolor que produce, sigue siendo condición deseable”, vecina del amor que se mira con ojos de duda y con recelo, según Bartra, quien ha sentenciado además que melancolía es en suma, un canon esencialmente artificial, creado e imaginado. Tal como Cervantes y su Don Quijote, diría yo, melancólicos premodernos que inventaron a Dulcinea, a su amor, al desamor y a la tristeza de haberla perdido aun antes de que ella existiese.
Albrecht Durero, máximo representante de la pintura alemana renacentista correspondiente al gótico tardío muestra en uno de sus imperecederos grabados ―Melancolía I― una figura angelical en posición de indiferencia rodeada de objetos y herramientas, quizás símbolos mágicos, también indiferentes al contexto emocional del personaje. Aparentan ser parte de su estado anímico mientras yacen en un lugar frío y solitario en el que el descuido de las cosas habla justamente de la banalidad de la realidad ante el dominio del humor negro; aquel escenario donde Saturno, planeta señor de la melancolía, acoge el alma de los creadores.
El humorismo, por su parte, doctrina médica de los helénicos definida por Hipócrates, no solo pretendió explicar la relación entre salud y enfermedad sino también caracterizar el temperamento (la mezcla, tempera) de acuerdo con la acción de los cuatro humores o secreciones corporales donde la crasis representaba su equilibrio: sangre, flema, bilis y atrabilis o humor negro; y la crisis el acto de su expulsión. Así, la acepción melancolía (melanjolia, del latín mélan, negro, jolé, bilis, hiel) traduce tanto el hecho fisiológico de su circulación como la consecuencia conductual y psicológica que ella desencadena; tal hecho sin duda representa un signo revelador de la antigua convicción de que el espíritu viajaba en las secreciones internas. El que cada humor se asociase a uno de los cuatro elementos, a una de las cuatro estaciones, a una de las cuatro edades del hombre, a uno de los puntos cardinales y a las cuatro fases del mundo.
Dentro de las múltiples y variadas expresiones de la melancolía, entre ellas algunas que incluso ya han pasado a pertenecer al mundo de los facultativos del alma enferma ―los psiquiatras―, hay una que a pesar de su ubicua presencia en el diario vivir con frecuencia pasa desapercibida. Hablo aquí del suspiro, suspirium, en latín antiguo, ese acto involuntario que tan explícita y elegantemente define el diccionario de la Real Academia: “Aspiración fuerte y prolongada que es seguida de una espiración, acompañada a veces de un gemido y que suele denotar pena, ansia o deseo”. Acción que en esencia implica melancolía; ese desajuste entre deseo y realidad atribuidos por los antiguos a las dolencias del hígado.
En el ejercicio literario tanto Bécquer y Silva como Keats, se preocuparon por el suspiro y la melancolía como fuentes de la poesía en el caso del primero, y como reflejo de ella según lo concebido por el gran poeta inglés en su “Oda a la melancolía”. Compuesto en 1819 apoyándose de figuras de la mitología, el poema parece advertirnos contra el sentimiento que en el Medioevo constituyó el octavo pecado capital: “(…) no dejes que el búho nocturno /contemple los misterios de tu honda tristeza. /Pues la sombra a la sombra regresa, somnolienta, /y ahoga la vigilia angustiosa del espíritu”. Rilke, por su parte, según opinan algunos llevó los suspiros al máximo en sus Elegías del Duino obra donde ejemplariza cómo la angustia, el dolor y la melancolía son estados necesarios para el acto creador. Curiosamente, por mucho tiempo pocos mostraron interés en el suspiro desde la perspectiva médico-científica hasta que hace poco, justo en 2016, cuando investigadores norteamericanos anunciaron haber encontrado el lugar donde apenas 200 neuronas controlan aquella compleja y ambivalente expresión humana: el núcleo para-facial retro-trapezoide.
Los curiosos neurofisiólogos mencionados acaban de descubrir (¡conduciendo experimentos en ratones!) que no es en el corazón sino en el tallo cerebral donde acontece todo aquello; allí se originan las señales electro-genéticas a través de las que los neuropéptidos envían mensajes al complejo preB’otzinger, el centro control del ritmo respiratorio, a fin de comandarnos a suspirar. Conscientes o no, cada cinco minutos inspiramos para re-inflar los alvéolos y con ello mejorar el intercambio de oxígeno intrapulmonar. Y lamentablemente, con el perdón de Pessoa, no necesariamente porque nos haya roto el corazón el desamor. Suspirar, en consecuencia, ha cesado de ser misterio tras convertirse en un detalle más de la exacta fisiología corporal que con tanta obsesión persigue la ciencia moderna.
Hace un tiempo, en un texto aparecido en el diario bonaerense La Nación un periodista argumentaba que a diferencia de la tristeza, la melancolía arrasa; que su poseedor, perdedor por excelencia, es un ahogado. Y que el triste, por su parte, al no haber sido aniquilado por su pena es un náufrago, y es triste porque aquello que le falta también le constituye. Es decir, los tristes controlamos la dimensión de la tristeza y sabemos lo que jamás tendremos porque ya lo perdimos. El melancólico, por su parte, no entiende el porqué de su pesar, lo desconoce, y ahogado ya en la sinrazón, reposa impotente ante la ausencia porque nunca ha tenido, ni jamás ha sido capaz de asir lo deseado.
Quien suscribe también afirmó en época pasada, justamente en este medio, que desde la muerte de Empédocles de Agrigento –el suicidio más famoso de la Antigüedad–, quien víctima de la tristeza se lanza al cráter del Etna y a través de las subsecuentes civilizaciones occidentales, la melancolía parece haber existido en una suerte de “círculo recurrente” donde no deja de ser categorizada: “Si el miedo y la tristeza duran mucho, es melancolía” (Hipócrates); donde se le mitifica, tal cual lo sucedido con la más misteriosa de las pinturas de Durero ya comentada; y donde se le admira, como se deduce una vez más a partir de las palabras de Roger Bartra: “lo que la vuelve fascinante es su doble condición contentiva de la estructura simbólica de un mito y de las consecuencias trágicas de la soledad y la incomunicación ocasionadas por las experiencias humanas”.
En el ensayo “Seis suspiros en la literatura clásica española” el académico valenciano Javier García Gibert comenta sobre la melancolía de Don Quijote indicando que ella nace del choque sistemático de los bellos ideales con la cruda realidad; de la imposibilidad de alcanzar la gloria y el reconocimiento que él cree merecidos… De la pasión por un tiempo ya ido en el que “la tesitura última de todos los suspiros quijotescos tendrá como referente perenne la ausencia de Dulcinea”. Tres siglos después, reapareció su fantasma en los suspiros de un quijote bonaerense llamado Borges quien en un sótano de mágicas dimensiones fue también víctima de la melancolía mientras lucubraba: “¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz…”