Violencia local, violencia global; guerras y muertos en directo; imágenes insostenibles,  titulares dramáticos en los periódicos; fotos de muertos ejecutados o de heridos sangrientos con esposas hemoglobina en tiempo real: nuestro  pan cotidiano.

Tiros van, tiros vienen; las justificaciones también van y vienen, como si se pudiera justificar lo injustificable, como si unos fueran menos humanos o menos ciudadanos que otros. Esa es la tuerca que se aprieta sobre la vida de centenares de víctimas de la violencia – inocentes, policías, atracadores, asesinos -, dejando huellas imborrables y un impacto emocional inconmensurable sobre miles de familias.

La realidad sobrepasa la ficción y el realismo mágico queda corto. Mientras cenamos frente al televisor vemos nuestros “ajusticiados” acribillados.  La violencia se banaliza y nuestro umbral de resistencia a la violencia se eleva cada vez más.  La novedad reside hoy en su difusión inmediata y su alcance generalizado.

Cual sea la tipificación de los crímenes y sus grados de perversidad: asesinatos, feminicidios, violaciones de menores u otros, las respuestas deben siempre enmarcarse dentro de las leyes y de la constitución que no contempla la pena de muerte. Por eso la vigilancia social debe ser permanente,  para sostener nuestra débil democracia y no permitir que  ejecuciones  selectivas   nos transformen en infractores  permanentes a  derechos humanos difícilmente conquistados.

Según su historia y psicología social cada pueblo tiene  una capacidad y una forma diferente de respuesta a la violencia. No reaccionan de la misma manera frente a las armas un francés y un dominicano.  Para muchos hombres dominicanos, un arma es como una parte de sí mismo y de su virilidad. Armarse es, a la vez, una respuesta a la delincuencia y una necesidad para sentirse hombre.

El  doctor Zaglul, eminente psiquiatra,  consideraba  que el pueblo dominicano cargaba con una larga cadena de desdichas, materiales y espirituales, desde su origen  hasta nuestros días. Llegaba a la conclusión que  la dictadura de Trujillo fue un producto de su época y de las circunstancias  y que, sus aberraciones, vicios y virtudes,  no fueron ajenos a la concepción de  la vida del dominicano común y corriente de la época y podían servir de explicación tanto a la tiranía como   al tiranicidio y la violencia que lo siguió.
`
A raíz de estos acontecimientos y de las décadas ulteriores vivimos en una sociedad ambivalente donde prima lo no dicho en todos los ámbitos, con  tendencias autoritarias encubiertas, donde ha primado la política del  avestruz (el borrón y cuenta nueva) y los acuerdos de aposento. Sacudidos como muchos otros países  por las fuerzas centrifugas del conservadurismo patriarcal y de una modernidad globalizada nuestras contradicciones, bombas de tiempo, explotan de modo cada vez más atropellantes.

La realidad es que solo una minoría  de la población detenta el poder económico frente a una gran mayoría que vive en condiciones de pobreza y exclusión. Esta mayoría con escasos niveles de educación no encuentra más alternativas que desarrollar   estrategias de sobrevivencias dentro del marco machista,  patriarcal y violento en el cual se desenvuelve,  donde el dinero se ha vuelto rey y donde drogas e impunidad potencian la criminalidad.

Apremia revertir esta situación y contener la violencia para poder actuar sobre los múltiples factores de esta pandemia tanto en el seno de la familia, de la escuela, del barrio que del Estado. No se trata de responder a la violencia con  más violencia,  con represión, populismo y  asistencialismo  Se trata de  reinstaurar la confianza en las instituciones e iniciar un proceso creíble para todos los estratos de la sociedad.  La población está en la espera de una voluntad política clara, firme y sin dobleces. No se trata de encontrar una barrita mágica si no lograr entre todos y todas  una construcción fundada en valores democráticos con ejemplos impactantes que pongan fin a la impunidad pasada y presente.