Haga la prueba. Pregúntele a diez personas que usted conozca lo que entienden por democracia y le aseguro que tendrá respuestas muy disímiles.  Esto no es casual, pues desde que se acuñó el término bajo el liderazgo de Clístenes de Atenas hacia el año 507 a.C. la han hecho suya, por igual, representantes de las clases sociales y corrientes políticas o filosóficas más antagónicas.  Vale la pena retroceder en el tiempo para entender la génesis de este desbarajuste.

Etimológicamente, democracia deriva de los vocablos griegos demos (pueblo) y kratos (gobierno o dominio).  Inicialmente se empleó para designar un sistema de gobierno popular que se desarrolló en Atenas, donde las decisiones de estado eran tomadas por el voto directo del pueblo o demos.  Sin embargo, este demos estaba integrado solamente por hombres mayores de 18 años de edad que habían adquirido (por herencia) la ciudadanía ateniense, y que sólo constituían el 10 o 15% de la población.

Este sistema de democracia directa, donde los ciudadanos participaban en las decisiones de estado a título personal y sin intermediarios, fue diseñado para funcionar en sociedades pequeñas llamadas estado-ciudad o polis.  En consecuencia, la Asamblea o Ecclesia, que era la institución clave para el desenvolvimiento de ese gobierno popular, resultaría insuficiente para el desempeño de un gobierno a cargo de conglomerados de gentes mucho más grandes llamados estado-nación o país, como los que se desarrollaron más adelante.

Es así como llegamos al concepto de democracia imperante hoy día: la democracia representativa, donde el pueblo elige a sus presuntos representantes que deberán defender los intereses de sus electores en los organismos del estado, pero reservándose la libertad de hacerlo de acuerdo a su propio criterio.  Esta noción de democracia mediata surge de las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII, como una forma pragmática de hacer viable el funcionamiento de las instituciones creadas a partir de esos importantes acontecimientos.

De acuerdo al francés Alexis de Tocqueville, los Estados Unidos de América (USA, por sus siglas en inglés) fue la primera democracia representativa del mundo.  Luego de conquistar su independencia de Inglaterra, los padres de la patria norteamericanos entendieron que la única manera de gobernar el enorme país que tenían entre sus manos era eligiendo representantes y que para organizar todo esto se necesitaban partidos políticos.  Esto último desató un debate importante, pues muchos de los patricios (entre ellos James Madison, Thomas Jefferson y John Adams) estaban influenciados por las ideas del francés Montesquieu y el escocés David Hume, los cuales consideraban que la aparición de facciones (id est, partidos políticos) era perniciosa para la democracia. Según el primero, la condición indispensable para la existencia de un gobierno democrático es que el pueblo (depositario del poder supremo) esté motivado por la virtud cívica o el deseo de alcanzar el bien común.  Decía que las facciones suelen perseguir sus estrechos intereses a expensas del bien colectivo, conllevando a conflictos que terminan desestabilizando las instituciones democráticas. No obstante, la Convención Constitucional estadounidense entendió que los partidos políticos eran un “mal necesario” y decidió permitir su formación.

Como antes en Atenas, por mucho tiempo en USA sólo votaban en las elecciones públicas una minoría de la población:  los hombres blancos, quedando excluidos del demos las mujeres, los indígenas y los negros esclavos y libertos.  El sufragio universal no se alcanzó en la práctica hasta el año 1965, cuando la Ley Del Derecho Al Voto prohibió las prácticas discriminatorias contra los votantes negros.