Tomó al niño entre sus brazos fantasmales y se fue hacia un extremo de la cámara de la meditación. Se sentó sobre un viejo mecedor de rústica caoba con el infante sobre sus piernas. Intentó no pensar, dejar que la agitación oceánica de su mente reposara contra el muro blanco de la cámara de la meditación.
Estaba a punto de lograrlo en el momento en que vio que el niño desaparecía como un pequeño espectro en desbandada, al tiempo que una sombra negra se adhería al muro blanco de la cámara. Entonces infructuosamente quiso incorporarse, pero estaba pegado al mecedor como a una atávica fatalidad. El miedo lo rodeó como en una pesadilla y un grito ahogado laceró su garganta.” ¡Ofelia, Ofelia!”, gritó, pero nadie respondió. Su voz se estrelló contra los muros silenciosos de la casa de sus sueños. Él, que no tiene casa ni reposo.
Dentro de la telaraña del sueño hizo un gran esfuerzo y logró incorporarse y avanzar con violencia hacia la puerta que daba acceso al amplio recinto de la sala mayor, al tiempo que gritaba el nombre su mujer:” ¡Ofelia!, Ofelia, dónde está el niño!? Nadie respondió. Entonces tiró de la puerta y se asomó con asombro a una sala mayor vacía, envuelta en un angustiante y absoluto silencio. Luego se lanzó atropelladamente hacia el exterior de su casa-cámara-recinto y pronto ganó la calle con su miedo disminuido, pero con la tortura de no saber el paradero de su esposa y su hijo. Él, figura estéril, engendrador de nulidades.
Lacalle por donde se internó, que creyó populosa y agitada por el comercio de minucias, estaba desierta como un cementerio nocturno. Así llegó a la casa de su padre. Él, el apóstata, el desertor de las mansedumbres hogareñas. Su padre estaba solo como de costumbre, sentado sobre su ancho mecedor de roble, ubicado dentro del recinto-escondite donde en vano intentaba evadirse del duro comercio con la realidad. Le expresó su inquietud por desconocer el paradero de su hijo y su mujer. El viejo apenas se inmutó. Una ancha sonrisa iluminó su cara arrugada. No pronunció una sola palabra; solo se limitó a sonreír, mientras el extraviado asistía a una milagrosa metamorfosis: como por mágico designio, las arrugas empezaron a desaparecer de la cara del anciano y todo su cuerpo se iba tornando más joven a medida que los segundos se atropellaban unos detrás de los otros. Él no dejaba de sonreír, mientras el visitante no sabía si desaparecer o quedarse a su lado. Optó por lo último, y pronto vio que de una de las rodillas de su padre empezó a brotar una pequeña rosa blanca que poco a poco fue convirtiéndose en un niño que le sonreía al viejo. Ambos sonreían con picardía, como concertados en una confabulación dichosa.
Entonces fijó sus ojos con plena atención en el rostro de su padre y descubrió que se trataba de su propio rostro. Buscó de nuevo la cara del niño y se encontró con su propio hijo sentado sobre él como al principio del sueño y dentro de la cámara de la meditación. Presa de mayor aturdimiento que al principio volvió a gritar el nombre de la esposa, pero nadie respondió y el eco atolondrado de su voz se expandió solitario dentro de su casa-cámara-recinto. Intentó incorporarse con el niño en sus brazos, pero no pudo. Solo lo logró en el instante en que el pequeño empezó a levitar. Intentó detenerlo con sus brazos espectrales, pero no pudo porque al infante le nacieron alas y desapareció. Volvió a gritar:”! Ofelia, Ofelia, el niño!”. Pero solo escuchó de nuevo el eco de su propia voz que se esfumaba a medida que se iba incorporando a la pesadilla de su realidad de anacoreta. Él, el masticador de sueños, el que se alimenta de sombras y visiones, el que no tiene mujer ni descendencia, y tiene como único asiento y lecho este suelo de endurecida tierra, y por casa-cámara-recinto esta desvencijada enramada que agoniza con él al pie de la montaña.