El capitán Vinicio de Souza soñaba con cuatro ángeles en forma de cruz. El primer ángel reía, el segundo agitaba las manos, el tercer ángel se moría de la tristeza y el cuarto miraba a los otros con mucha autoridad. Don Vinicio abría todas las ventanas, como única forma para soportar el hervidero de la siesta de almuerzos con pescado frito y Sauvignon congelado. Los sueños llegan organizados y son soñados por el capitán con el gustito refrescante de la brisa que combate el techo de zinc. Minutos después, llega el sueño de la niña Raquel con trenzas de octavo de primaria y tan blanca como la espuma, mejillas rojas como manzanas de Navidad, boca brillante, las piernas largas, con pelusas, como un poema de Valente. De Souza, entre jadeos masticó hasta la carta de despedida escrita por ambos bajo los árboles más antiguos de la inocencia. El sueño lo estremeció. Decidió entonces el pobre y sudoroso capitán, no dormir más la siesta y vagar en el asfalto ardiente después de comer. Y por las noches, en las madrugadas de sueño obligatorio, los sueños iban en grupos para ser soñados, pero Don Vinicio, despertando sobresaltado y con los ojos llenos de begonias, los amedrentaba, los despachaba, creyendo que así quedaba libre de su destino, del sopor, de ese recuerdo de la querencia insatisfecha, de ese egoísmo de nosotros, humanos cuerpos locos que vamos por ahí ardientes por un polvo lunar y apoteósico que nos empieza y nos termina.