Pupilas inmóviles por unos segundos, clavadas en otras pupilas, enhiestas e impávidas, discretas y castas, las miradas pasionales entre dos desconocidos. Los baña el silencio que siempre acompaña a los roces inesperados, y probablemente los inunda un recuerdo… Esa misma mirada en otros ojos. Y más que el momento en sí, es precisamente ese recuerdo el que les dibuja en el rostro expresiones un tanto osadas. Expresiones que describen la honrosa fiereza del instinto humano. Y luego no queda más que revelarlo, al contraer los labios dilatados, en una sutil sonrisa.
Acudimos a ese llamamiento, tan sencillo e inconfundible, que nos conecta de manera ineludible.
Las pasiones efímeras no son mito.
Tampoco son más que justamente eso, pasiones efímeras, que se marchan en un melancólico suspiro, o en el rumor de un pensamiento que luego se evapora… Se vuelve eco. Coagula y reposa por siempre en el olvido, ya extinto de intenciones, ya sin un "quédate conmigo", ya falto de vigor. Pero estuvo. Fue.
Tanto se empeñan algunos en negar algo tan hermoso, evadirlo si pueden. Tanto se dedican otros a juzgarlo. Al que le teme a la verdad, al que se envuelve en el tabú, sepa, hay muchas formas de calor humano, y todas ellas son trozos iguales del palpitar de la vida, y la dicha prodigiosa.
Salgan un pronto a ver el mundo… Lo único que realmente le falta es más cariño sincero. Ya no le pongan etiquetas, no lo enclaustren, no lo pretendan. No lo irrespeten, no lo exageren. No lo vuelvan un contrato.
Después de todo, sentir latidos no es tener corazón.
Tener corazón es sentir cómo se aviva en el alma la sed.
Es abrir la mente, comprender razones ajenas. Saber que a veces los demás no saben lo que buscan, y tienen el deber de averiguarlo.
La vida nos susurra bajito, en sotto voce, que no estamos hechos para la soledad.
Nos gobiernan indóciles sentimientos. Fugitivos pensamientos. Un abismo cavernoso que se resiste al cálculo, mientras por un ligero momento, sucumbimos a la indefinible esencia de la naturaleza humana.
Allí, bajo las voces de la pasión y la razón, con ambas siempre en lucha, pero de ambas siempre vencedores, nos condena la conciencia al anhelo impostergable del fuego que crepita, del misterioso viento que nos eriza la piel.