“En todos los campos,
la ciencia comienza estableciendo los hechos;
esto requiere curiosidad impersonal,
desconfianza por la opinión prevaleciente,
y sensibilidad a la novedad.”
Mario Bunge
Basta volver a la afirmación aquella de Mario Bunge de que “el contenido de la política está determinado por intereses que no son primordialmente culturales o éticos, sino materiales”, para comprobar que definitivamente lo peor no era la loma.
La reflexión académica dedicada a la Ciencia Política –que debe partir de los hechos, escrutarlos, analizarlos y volver a ellos desconfiando para poder aprehender la novedad- debe moverse sin olvidar que el principal “problema de investigación” aquí y ahora no es ambiental, sino que parte de una pregunta ineludible para quienes se ocupan de los temas políticos: ¿Quién manda?
La pregunta no es retórica: si supiera la respuesta no la estaría formulando. Encontrar esa respuesta no es en absoluto irrelevante, pues constituye la sustancia de toda la cuestión democrática. Por lo menos, desde que el “ágora” se amplió y los ciudadanos debieron ceder su soberanía a sus representantes, hay una parte de la respuesta que quedó clara: no mandan los ciudadanos, mandan los representantes de los ciudadanos.
Vayamos por partes. ¿Qué ocurre con la democracia cuando los representantes de los ciudadanos aprueban una ley y días después la “echan p´atrás”? La consecuencia más inmediata es que la democracia se vuelve sospechosa, y queda la sensación de que quienes han sido encargados de mandar no mandan o, mucho peor, dejaron de obedecer al pueblo soberano que fue quien los puso allí.
En el análisis desde las instituciones, la cosa es peor aún pues los poderes no deben estar solamente separados, deben respetarse y guardarse consideración. En una democracia no puede un poder del Estado subordinar al otro apoyándose a todas luces en lo que parece andamos buscando: ¿quién manda?
Para responder esa duda, desde la Ciencia Política se ha utilizado el concepto de poderes fácticos, es decir, los que mandan sin estar en la institucionalidad. Aquí y ahora sirven de ejemplo los avisos en los periódicos, los listados de empresas, la adhesión al respeto de la inversión extranjera, el amor a la patria como patrimonio fáctico exclusivo, etc.
Los últimos sucesos demuestran que los poderes fácticos ya ni siquiera necesitan reunirse en consejos de opereta, resulta más fácil publicar las actas en ‘espacios pagados’ para notificar a los interesados e informar a quienes deben decidir el contenido de sus resoluciones. La democracia se va debilitando y lo cotidiano se hace un amargo y prolongado reconocimiento de que, para bien o para mal, los asuntos públicos pueden discutirse una y mil veces, pero cuando ya todo estaba decidido. El nivel de deterioro institucional puede perfectamente empezar a ser medido por la cantidad de asuntos de importancia que se deciden fuera de las instituciones del Estado.
El deterioro es también notorio entre quienes no acaban de entender que se deben a las instituciones a las que pertenecen, especialmente aquellos responsables de la aprobación de las leyes. En esta ocasión queda la impresión de que han renunciado al único motivo por el que existen –legislar- para satisfacción de quienes los remplazan gustosos sin haberse sometido al escrutinio público.
Definitivamente no es la loma. No puede ser la loma en medio de esto que se parece demasiado a un ensayo general, que huele a la clausura de tantos propósitos que no trascienden el día a día. Propósitos que son tan transparentes como la maldad de los que no tienen a la política como una actividad noble y que han dejado claro que ya ni siquiera confían en sus cómplices.