El tesoro a descubrir en Pedernales no es Bahía de las Águilas, Hoyo de Pelempito, isla Beata y otras hermosuras. El secreto está en su gente, y pocos lo saben.

Este municipio del suroeste, a 307 kilómetros de la capital, debería tener un museo para exhibir muestras de sus ricas flora, fauna y playas, y no lo tiene. Una plaza en honor a sus fundadores, y no la tiene. Una emblemática calle Juan López, origen del pueblo, adoquinada y las viviendas remozadas y preservadas, y no la tiene. Un plan de arborización, y nada. Planeamiento urbano, cero. Murales en sus paredes públicas, tampoco. Un monumento al cerdo cimarrón, a la iguana y al cangrejo, menos. Universidad, nada. Una entrada al pueblo menos informal, y lo visto es ruinoso. Un control efectivo de la seguridad, y no, no. Agua en calidad y cantidad suficientes, un sueño. Empleos, mucho menos. Abandono y promesas a granel, sí. Y en demasía. Nada creativo que motive a volver.

Pero es un pueblo alegre. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde saca su capacidad de aguante y su humor natural. A todo le busca la vuelta. Es un manantial de expresiones hilarantes.

¡ÉCHAAAA, ÉL!

El pedernalense común tiene en su vocabulario un conjunto de frases ajenas, pero construidas al calor de la cotidianidad local. Y las suelta con naturalidad en un velorio como en una bebentina, en un juego de dominó como en una tertulia en el parque o en la playa.

Cada una tiene fuerza comunicativa y un fuerte componente de jocosidad. Los colores de los tonos, el “jaleíto” sureño y la mención del autor original son elementos vitales que jamás faltan.

Para un extraño, quizás resulten vacías y hasta chabacanas; mas, allá, representan el colorido singular del habla diaria. Una muestra:

“Puedes engañar a La Mecha, pero a mí, no”. Lilí Barraco. Para advertirle al otro que no conversa con un tonto. La Mecha es un albino menudo, muy conocido en el pueblo.

¡Toma tu vaina!, José Vallejo. Cuando le devuelves a otro lo prestado.

“Una taza de café y un cigarrillo”, Francis Lolola. Para avalar el compartir.

“Lógico, Novio”, Novio. Durante un diálogo, cuando conceden razón al otro.

“No hay ratón que bese un gato ni pintao en la pared”. Miguelito.

“Hagan fila y sigan al jefe”. Néspran.

“Tanto que piden, coño”. Exsenador Santico –Diablito– Pérez.

“Mentira son, Bolívar Suárez”. Él mismo.

“Me se importa”. Pampán.

“¡Aa perro!”. Chichita.

“¡Qué agüita ma buena” (jugo). Barraco.

“Sí, pero no”. La Güeva. 

“¿Quién sabe? Sabe Dios”. César la Grasa.

“De manera que”. Pineda.

“Quedan todos saludados”. Santo Patablanca.

“Y son las do”. Morales Nova, con su radito al oído.

“La gente no jode tanto”. Melgen el turco.

“¿Tiene miedo? ¿Ta temblando? Teniente Adames.

“Hasta los cocos se amachan”. Bigeni.

“¡A mí no, coño!”. Bulino.

“¡Vaaa!” Benino.

“¡Perdió ése!”. Mimino.

“Pué sí, mijo macho”. Tita Barraco.

“¡Tu mardita mai!”. Nareida.

“Te doy una trompa que te hago una bola de sangre. Sergito.

“Dicho por mí mismo, y probao”. Ascanio Zorrilla.

“¡Échaaa, él!”. Común. Usted no ha escuchado esta exclamación si no ha convivido con los pedernalenses. Puede, incluso, googlearla y no aparece. Es parte de la oralidad que brota en cualquier momento de una conversación. No se trata de echar. El sentido refiere a un halago, a un reconocimiento al mérito de la persona.

¡Cóoooogelo! En tono alto, emotivo, cuando calibra (acelera y levanta) un motor. Y la usa, a veces, casi susurrando, cuando se lamenta de algo.

ÑA Y YUBÍN: DE TÚ A TÚ

Galarza era el papá de Butí, Bulino, El Mu, Canusa, Crucita, Nelson, y crió a un niño haitiano de nombre Manolo Yan. Para los jóvenes de los sesenta y setenta de la centuria recién pasada, era una casa simbólica. De ahí, salía Nelson, vestido de diablo cojuelo y, en su mano derecha, un “fuete” de cabuya que, para aquella generación, sonaba como tiros de pistolas. También las muchachas, Crucita y Canusa, a tocar en la Banda de Música.

Pero el padre, Galarza, tenía su historia desconocida. Era director de la Cámara de Comercio y suplente del juez. En una ocasión, un abogado de Barahona llegó para defender a un acusado. Don Galarza escuchó paciente la perorata interminable del tribuno. Y, como entendió poco, le ripostó:

“Después de haber escuchado las palabras bien emanadas y bien empalagadas del abogado de la defensa, que ni yo mismo entendí, queda descargado el acusado, por insuficiencia de pruebas”.   

Yubín era hijo de Ña y Nila, robles de la Juan López. Por allí, las anécdotas sobran. La ironía se percibe a leguas.

Raulina, la hija de Carlos Titingo, y Yubín se encontraron tras mucho tiempo sin verse.

Raulina: –¡Oh! ¿Y tú no eres Yubín, el de Ña?

Yubín: –No, yo soy Carlos Titingo, el de Pedernales.

Otro día, Ña viajó a la capital. Ya Yubín había salido del pueblo para estudiar en la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

–Yubín: –Papá, nos vemos ahorita; me voy a la UASD.

Ña no entendió el mensaje; no sabía el significado de UASD. Pero le contestó dudoso: –Ah, ok.

Y llegó el día de partir hacia Pedernales. El momento del desquite.

El padre: –Yubín, ¿qué le vas a mandar a decir a la-que-te?

Confundido, el hijo le preguntó: –¿Y qué es eso, papá?

El padre, orondo, le contestó: “La que te parió, Yubín. La que te parió”.

Los jóvenes de aquellos tiempos se las ingeniaban para matar el ocio.

Se había caído una mata de olivo. De repente, el árbol tumbado, se había convertido en el asiento de los muchachos cuando decidían juntarse.

Un día, a ellos se les ocurrió enderezar el tronco, que comenzó a reverdecer porque algunas raíces habían quedado adheridas a la tierra. Para el pueblo, sobre todo, para las religiosas, “se cumplían las profecías”. Creían que el árbol se había levantado solo, de un día para otro, por obra de Dios.

Clemente Pérez era un connotado dirigente provincial del Partido Revolucionario Dominicano, cuando mejor faltaba la comida del día que la persecución balaguerista. Era peluquero y le gustaban los tragos, este hombre largo y flaco. En su casa de madera de la calle Juan López parte atrás, criaba patos. Y los cuidaba como “la niña de sus ojos”.

Una vez armó un can. Sus vecinos, el pintoresco Batín y Arturo Boíto, le acompañaban. Tragos van, tragos vienen…

Y cuando el alcohol surtía sus efectos, Batín le propuso a Clemente que hicieran “un cocina”, porque “tengo carne en la nevera, allá en la casa”. Asintió con gusto.

Batín ordenó a Arturo Boíto que pasara a buscarla, y éste caminó raudo hacia su casa, a unos veinte metros al norte. Y regresó rápido con el producto listo para el caldero.

Todos comieron a gusto. Clemente saboreó y alabó el sazón. Ni imaginó que se había comido sus patos, robados unos minutos antes por el mismo Batín.