Los editores somos un lujo. Lo digo sin o con modestia: decida usted, "hipócrita lector". Ciertamente estamos en proceso de extinción porque el desierto avanza y los clicks que se dan con los dedos no repercuten en el cerebro, de manera que como el parecer es el nuevo ser, vaya usted a saber lo que es el libro.
Sí: el libro vivirá como los verdaderos amantes de Bach y Coltrane, no los sabiondonos que esperan alguna serie de Netflix para alardear de contemporaneidad y sensiblerías.
El libro caerá en los anaqueles, se moverá por camas, sofás, irá al suelo si hay alguna llamada de urgencia y se tiene que esperar para resolver el dilema de porque aquello del padre cuando llegué a Comala entre otras hierbas.
Los editores verdaderos, aquellos que se enamoran de los libros, que los degustan como yo una malteada de coco en Helados Bon, realmente somos únicos porque hablamos de lo más hermoso que puedan tener los seres humanos: sueños.
Los nuestros, nuestros sueños, comienzan en la lectura, luego se transforman en el diseño, la búsqueda de tipografías, órdenes, colores, hasta que todo va saliendo. Qué emoción abrir un libro la primera vez. Qué sutil el olor a tinta fresca, a papel con cierta humedad, ese deslizar los dedos por esas superficies casi de rosas o nubes. Cuando en la noche ya se han despejado los fantasmas del cuento o las olas ya bajaron a marea baja en el poema, qué delicia el dormir, el caminar. ¡Con qué rostros de ángeles vemos y somos vistos tras cerrar la última página de libro tan hermoso!