A raíz del reciente debate sobre una supuesta naturaleza laica del Estado dominicano, me permito hacer algunas anotaciones sobre la relación de éste con la religión.

La determinación de las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas ha cobrado una nueva relevancia como consecuencia del hecho de que vivimos en una sociedad en la que conviven personas que profesan diferentes credos religiosos y, desde luego, otros muchos que no profesan ninguno. Las relaciones entre las iglesias y el Estado pueden regularse según tres modelos: la confesionalidad, el laicismo y la aconfesionalidad.

La confesionalidad del Estado Dominicano parece cosa del pasado, aunque el Artículo 1 del Concordato con la Santa Sede, declarado conforme a la Constitución por la Suprema Corte de Justicia en el año 2008, nos define como un Estado católico. Sin embargo, los Artículos 6 y 26 de la Constitución supeditan los tratados internacionales a la carta magna y ésta, en su Artículo 45, garantiza la libertad de conciencia y de cultos, siempre que los mismos estén sujetos al orden público y las buenas costumbres.

Ese Artículo 45 es el constantemente utilizado por políticos e intelectuales progresistas para definirnos como un Estado laico, expresión que repetimos una y otra vez como papagayos sin saber lo que estamos recitando. ¿Acaso nos hemos detenido a preguntarnos qué es un Estado laico y si realmente lo somos?

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de La Coruña explica este modelo: “El Estado laico pretende la exclusión de la religión del ámbito de la vida pública. Esta posición va algo, o bastante, más allá, de la mera neutralidad estatal. En definitiva, de hecho, el Estado promueve y asume una determinada posición: la increencia”

Para el filósofo y sociólogo alemán Jurgen Habermas, el Estado laico entraña una carga más dura para los creyentes, ya que los reduce a ciudadanos de segunda categoría, impedidos de exhibir sus creencias en la vida pública.

En el tercer modelo, el de la aconfesionalidad, que es el asumido por el Artículo 45, el Estado no profesa ni asume ninguna creencia religiosa, pero tampoco el ateísmo o el agnosticismo, que sí son practicados por el Estado laico. Se establece, pues, un principio que se sustenta en la afirmación de que ninguna confesión tendrá carácter estatal. También se garantiza la libertad de conciencia y de culto.

El modelo constitucional y que puede ser calificado como liberal, entraña la neutralidad religiosa del Estado, pero no la asunción del laicismo, ni la exclusión de la religión del ámbito de la vida pública. El Estado garantiza el ejercicio de esta libertad en igualdad de condiciones. El modelo es compatible con la atención adecuada a la religión mayoritaria de los ciudadanos.

La aconfesionalidad no es ateísmo de Estado, sino la falta de adopción de una confesión religiosa por el Estado. Pero esta obligación estatal incluye también la prohibición de asumir la obligatoriedad de una moral pública laica. El ateísmo de Estado vulnera la aconfesionalidad del Estado, pues entraña una determinada confesión: la atea o agnóstica. Los creyentes son tan ciudadanos democráticos como quienes no lo son. Y el Estado tiene que respetar a ambos.

Del laicismo radical al ateísmo de Estado apenas hay un paso. En realidad, son lo mismo. Para él, la vida pública es, de hecho, atea, en tanto las creencias religiosas deben expresarse en la intimidad de los hogares o de los templos. El ciudadano, en cuanto tal, sería ateo. La ciudadanía democrática prescindiría de Dios.

No cabe descartar la existencia de una aspiración de construir una república de ateos. Que el Estado no profese ninguna confesión religiosa, no significa que deba profesar la incredulidad.

Existen en el presente ejemplos de este conflicto entre la realidad del Estado aconfesional y la falsa creencia sobre el Estado laico: la consideración del aborto como un derecho de la mujer, a través de su despenalización parcial en el Código Penal; la asignatura, fuerte y sesgadamente ideologizada, de educación sexual, por conducto de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Ley de Educación Sexual y la legislación sobre no discriminación en favor de las personas LGBTIQ+, la cual fuera diseñada por el Consejo Presidencial para el VIH SIDA (COPRESIDA).

Estas consideraciones tienen consecuencias relevantes para la educación, las cuales analizaremos en próximas entregas así como la constitucionalidad de la Ley 44-00.