Si algo puedo atribuirle a Nueva York es su repentino ritual hacia  lo impredecible.  Nunca sabes en que momento se cruzan los juegos de la memoria con la  exigencia del tiempo. Todo esto viene a colación porque asistí  a un evento literario en el Instituto Cervantes y alguien preguntaba mi opinión sobre la obra de Miguel Ángel Soto Jiménez, escritor dominicano contemporáneo muy leído en su país: yo le respondí que había leído algunos de sus libros, y que por tanto no tenía suficientes argumentos para juzgar su obra completa. Es muy difícil conocer a un escritor por algunos de sus libros: los registros de la obra  se escapan a la memoria. Respondí a esa persona que personalmente conozco a Soto Jiménez,  si es que podemos decir que conocemos a alguien solo por haber compartido algún encuentro amistoso. Pero he hecho algo mejor: he leído sus libros.  No obstante,  tengo que saldar, en primer lugar,  con  aquella persona, una deuda por haberse interesado en un escritor dominicano.

Para mi sorpresa aquella  persona de ascendencia norteamericana que no menciono su nombre para obviar cualquier aire pretencioso, es estudioso de la enigmática personalidad del presidente Rafael Leonidas Trujillo Molina. Y que más que una casualidad, esa misma persona me dijo que entre los libros mas curiosos sobre el dictador dominicano es El Trujillicón, escrito con un epígrafe del escritor Antón Chevov: “La brevedad es hermana del talento”.          Ahora más que nunca entiendo por qué  Mario Vargas Llosa  no pudo escarparse a la seductora figura del dictador dominicano y escribió su  novela La fiesta del chivo. Y por ahí otros más esperan para ser hechizados por esos fantasmas con que el dictador dominicano aún hace danzar  a los escritores con los arpegios de la magia criolla.          A mi modesto entender, Soto Jiménez nos ha dado dos de las buenas obras que ha producido la literatura contemporánea dominicana: Los motivos del machete y El Trujillicón.

A largo de gran parte de su obra Soto Jiménez  apela a esos retazos de la historia nuestra donde resaltan nuestros intentos democráticos que  no son  más que  caída  misma del Jefe, escrita en el mármol eterno de la libertad. Como si el Satiricón y el Trujillicón son  alma  y  espíritu,   como templo seductor plasmado en una misma moneda.       No hay más que rehusar a la reticencia par darnos cuenta que Los motives del machete y el Trujillicón reflejan las dos hojas de una misma puerta: la dominicanidad.

Muy poco entendemos  a los escritores que leímos en nuestra juventud, a menos de haberlos leídos nuevamente en la época adulta. Confieso que retorné a tomar el aire que exhalan los místicos árboles del Kremlin para un  nuevo reencuentro con Alexander  Solzhenitsyn y su emblematica obra Archipiélago Gulag, escrita en un  cálculo  premeditado de más de trescientas páginas y  con que el escritor ruso  nos advierte a su manera de la existencia del Stalincón. Presiento que a la obra de Solzhenitsyn  y a le de Soto Jimenez las une y al mismo tiempo las separa un designio invisible de la historia.  Uno intenta hacer un vistoso funeral con las exequias del Kremlin y el otro por ahí nos advierte que la nación aún vive el frenesí de sus querellas ancestrales escritas en  el litoral de una historia de intentos, una historia efervescente  entre la maraña y las selvas recónditas de nuestros cromosomas.         A veces  creo que el autor estuvo oculto detrás de la puerta justo cuando el Tirano hacía gala de sus gestos, pero  más que todo cuando  el tiempo ya iniciaba su impostergable  epitafio.

Descarto que haya en nuestra  narrativa un recorrido tan  incisivo y condensado que haga una radiografía de aquel Trujillo tan adentrado en las fibras de la nación.  Más que sobornar nuestra conciencia, el Jefe hizo algo más a su estilo: no desestimó esfuerzos en  hacerse nuestro fantasma eterno. Con esta obra, Soto Jiménez se nos muestra con un alma olfativa que concibe nuestra realidad como un tejido de perfumes. Y algunos de esos perfumes resultan  aún muy trágicos a la sociedad dominicana. El autor  nos dibuja uno de los tantos tiranos  en su afán de decirnos que el pecado le otorgaba derecho a la vida eterna. Y no exagera el autor cuando invoca el Satiricón de Petronio  tan aquejado de aquellos prejuicios tan obedientes al mismo Trujillo   que hoy la nación remeda con aquel pasado trágico que resiste   las cenizas del olvido.  Es posible que Soto Jiménez envía a los fueros del mundo una cápsula del tirano de San Cristóbal o resalta  esas mismas exequias que Alexander Solzhenitsyn llamaría Stalincón.