Dos recientes apariciones públicas del expresidente Leonel Fernández, aparentemente forzadas por las circunstancias, me obligan a pensar en la posibilidad de cambiar una opinión que sobre él tenía, en una próxima edición de “El rugido del león”. En esa obra, muy crítica de sus administraciones, valoro sin embargo como uno de sus atributos personales el control que se le atribuía sobre sí mismo, lo que le permitía en la brega cotidiana marchar delante de sus adversarios. Fuera de la presidencia, ese control parece haber quedado atrás.
Algunos de sus artículos a página completa en el Listín Diario dieron evidencias de un rasgo de su personalidad que él pudo resguardar en la cima del poder, pero que su vuelta a la realidad con la entrega del mando a un sucesor, dejó al descubierto: su aparente falta de dominio de las emociones en los momentos difíciles. Me refiero a aquella trágica expresión suya sobre la magia y esencia del liderazgo, que resumió en la capacidad de otorgar canonjías y favores desde la cúspide; y aquella otra todavía más sorprendente, proviniendo de un hombre de su talento, al narrar la impresión que le causara un toque de bocina cuando regresaba a su casa tras entregar la presidencia; su comparación con Moisés, Buda y Jesús, que dieron la sensación de creerse dotado de una superioridad negada a sus contemporáneos.
Pero lo que más me ha sorprendido de su conducta como líder del partido, fue su rebeldía contra una decisión del organismo que presidía cuando vio que ya no podía ser de nuevo el candidato. El rostro de piedra que enseñó a la nación, como si acusara una gran pérdida íntima o familiar, en aquella famosa reunión en Juan Dolio, y que mostró de nuevo el domingo mientras levantaba la mano del vencedor, en un epílogo propio de toda lucha democrática dentro de un partido que se precie de sustentarla. Al final, por mucho que ruja o haya rugido, queda claro que el león sólo es rey en la selva.