Me detuve ante el espejo colocado en la pared del pasillo que lleva a la habitación principal de mi apartamento. De pie, con el ceño fruncido, como quien asiste a un tribunal y está frente a un juez. Solo que en este caso sería yo mi propio juez y consejero. Me hablé a mí mismo, pero viendo en el espejo a otro y no a mí:

Tú debes transformarte en otro; tienes que hacer estallar cadenas, nudos, tabúes, prejuicios, fijismos mentales absurdos, moralismos estúpidos, inhibiciones inútiles, remordimientos quebrantables, penas extinguibles, angustias ancestrales, pánicos peligrosos, sobreprotecciones paternalistas y restricciones miserables.

Debes ser otro y ser el mismo: el mismo hombre que sueña y juega con las gotas de viento, con las ráfagas de agua; el mismo que ama a la gente, a la tierra y a los frutos que ella engendra; el mismo que busca amigos en las esquinas de los parques; el mismo que da una flor o da un afecto enredado en miradas o en apretones de manos.

Hay mucho —una gran parte de ti— que debes hacer naufragar, pero sabes que en ti hay, aunque sean pocas, quizá muy pocas, cosas que deben salvarse de un naufragio provocado: tu actitud positiva ante la vida, por ejemplo.

 Comprendí, entonces, que había llegado el momento cumbre —ese que  cada ser humano deberá enfrentar en determinada etapa de la vida— de comenzar a desaprender, de escudriñar en mi interior y descubrir nuevas formas de asumir la vida… aun en el poco tiempo que de ella me quedaba, pues ya la juventud había partido hacía mucho tiempo y solo quedaban vagos recuerdos de un borroso ayer que me decía adiós con la dulce melodía del Fran Sinatra de «My way» sembrada en mi memoria. Y decidí ser otro.

Cuando el silencio es la respuesta

El silencio envía un mensaje quizá mucho más claro que un extenso discurso escrito o hablado.

Igualmente dicen más que las palabras y que el silencio mismo las reacciones airadas, de mal humor, de aquellas personas a las que se les hacen preguntas cuyas respuestas prefieren mantener ocultas hasta la muerte. ¿Acaso por vergüenza o porque temen quedar desnudas ante la verdad disfrazada de mentiras y engaños?

En las relaciones humanas eso es común: en los ambientes laborales, en el mundo de los negocios o del espectáculo,  en el seno familiar y en las relaciones de pareja cuando la honestidad no existe.

Sí, el silencio es una respuesta; quizá sea la que más duele, porque nos deja un hondo vacío y una desagradable sensación de haber sido tratados como NADA.

No siempre es aplicable el universal refrán —«quien calla, otorga», es decir, admite—, pues no siempre es así: con frecuencia hay mucho más que «admisión de culpa»: pueda que oculte o se niegue a revelar el interpelado una estremecedora verdad…cuando el silencio es la respuesta.

La mirada: puerta de entrada del amor

Casi siempre el amor comienza por la mirada, por lo que ven nuestros ojos, enviando señales eróticas a nuestro cerebro. Lo demás, ya en el plano espiritual-emocional, va llegando con el trato.

Es tal el poder de las miradas en el nacimiento del amor que quizá se podría llegar a pensar que el amor entra por los ojos. En los no videntes (ciegos físicamente) son importantes otros sentidos: el tacto, el olfato, el oído…y la imaginación creadora.

A mí me impacta una mujer por su modo cadencioso de caminar o por su modo sensual de mover sus labios al pronunciar las palabras o por la ternura reflejada en su modo de mirar (a veces como una invitación al amor) o por sus modales y gestualidad… ¡Todo eso es visual!

Por ejemplo: tienen un encanto especial los senos en la mujer. No tan sólo su poder erótico es antológico (es una de las zonas erógenas de la mujer), sino su atractiva manera de incitar al amor erotizado. ¡Y eso también es visual!

Las palabras. Sí, las palabras. Tienen a veces un efecto mágico en las mujeres de acuerdo al modo en que el varón las pronuncie. Pero ellas vienen después de las miradas: hay un modo visual al decir las palabras (la gestualidad, el donaire, etc.) que produce un estremecimiento en el cuerpo de la mujer. Un atractivo físico. Pero eso viene después de las miradas.

¿Cómo podría amarla si no deseara besar su boca, mirarme en sus ojos de color de mar, saciarme en sus senos salvajes? ¿Cómo podría si tan sólo con mirarla mi cuerpo tiembla? Definitivamente, la mirada es la puerta de entrada del amor.

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*Tomado de mi libro El placer de lo breve: reflexiones y aforismos (2020).