Los días en los que de manera excepcional desborda la emoción de la alegría no pueden ser indiferentes para la sociología. En su oficio de escudriñar de manera rigurosa el mundo social, más allá de la percepción personal que provee la experiencia de solo vivirlo, o de la mera impresión que tenemos y con la cual se informa a la gente sobre la realidad en la que vive desde un conocimiento espontáneo, ordinario y siempre parcial, el oficio del sociólogo está en constante equilibrio para no caer en dos de las posiciones más fáciles en las que pueden desembocar sus análisis: de un lado no sucumbir al ilusionismo dominante que procura que todo va bien (o que al menos los problemas del mundo son menos que los no problemas) y que nos dice que “quien quiere puede”, o que el “sol sale para todos”, o que “no le busques la quinta pata al gato”, etc.; y por otro lado, el derrotismo cientista subsecuente (cada vez, debo decir, más raro de encontrar), que plantea resignación ante el cambio social, con frases como “aquí nada sirve”, todo está “jodido”, el mundo “no hay quien lo cambie”, etc.
Entre esas dos posturas probables, existe una tercera: la crítica, que plantea la historia oculta de la realidad, esa caja negra de los problemas que suele no solo no abrirse, sino que ni siquiera suele mencionarse que existe, porque esa caja negra suele contener las informaciones desde las cuales se revela la trama de la historia de cómo termina forjándose el mundo social entre los privados de cosas y los privilegiados de cosas. Esa caja negra contiene en su interior la clave de lo que solemos percibir como solo meros hechos fortuitos de la vida o como reglas del destino (divino o no), y que no necesitarían por qué ser explicadas, según las actitudes anti-análisis. Siempre ha existido un movimiento anti-crítica que surge del discurso de la opinología, de cierta intelectualidad presumida, que condena toda crítica argumentada, sobre todo si la crítica (que no es denuncia, sino comprensión) va dirigida a los ejercicios propios de las clases dominantes. Es así, que suele molestar a no pocos la crítica social (que reiteramos, no es descalificación, sino explicación de lo que hay detrás de ellas), por ejemplo, del exhibicionismo público de imagénes de grupos domésticos en piyamas, que suelen desplegar en estos días festivos las clases aspirantes a dominantes (las clases medias, por ejemplo). Es como si hubiesen bastiones que la crítica no debiera tocar, o que la crítica hay veces que estaría demás. Pero, como introdujo la filosofía pascaliana hace ya varios siglos: para comprender el mundo social, a veces es más fácil entrar por las puertas de atrás o por vía de esos detalles que aparecen como los más anodinos o infinitamente pequeños, para poder abordar con eficacia los nudos más fundamentales que hacen funcionar el mundo social tal cuál es hoy. De ahí que sea de rigor cuestionar cuál es el trasfondo de esas prácticas que vemos en estos días de tradiciones festivas, cuyas motivaciones implícitas nos dicen mucho del mundo social en el que vivimos y, sobre todo, del cual vivimos.
1/Detrás de la diversión, las miserias
Sin caer en las ideas del vitalismo, dada la acumulación de energías que el ser humano forja en su materialidad existencial, el cuerpo humano constituye un patrimonio de acción posible que suele resultar difícil de contenerse en un espíritu de quietud física permanente y total. De ahí, que como decía Pascal, a la gente le resulte insoportable quedarse inactivo en una habitación vacía, y peor, a instancias de Kierkergaard, que se quede en esa habitación vacía pensando en el sentido de la existencia. La vida per se no tieneun sentido que no sea el sentido filosófico (ético, moral, etc.) que le damos mediante un conjunto de prácticas sociales en las que nos involucramos y de las cuales extraemos el sentido de nuestras vidas. El matrimonio, la escuela, la profesión laboral (que va más allá de un mero oficio), los hijos, la creación y exhibición de riquezas, el consumo y ostentación de bienes culturales (la música, el cine, los vinos, el conocimiento literario, la dicción, etc.), son instancias de intermediación entre el ser en solitario (biológico) y el ser social (cultural). El segundo productor y consumidor de pretextos y contextos para intercambios vitales sin los cuales no existimos socialmente. Son los términos de esos intercambios los que determinan la razón de ser del ser. Así, para algunos, los intercambios tienen una función de dominación; para otros, de puro ejercicio de vanidad; en otros es la búsqueda del conocimiento; muchos intercambian con otros como la única forma para sobrevivir, etc. Aunque la mayoría de veces,es una combinación de cada uno de esos términos, que según el contexto y diferentes momentos de la persona, le sirven a la vida social de las personas. Para darle sentido a la existencia, las instituciones sociales se auxilian de ritos, esos ejercicios culturales de significados sociales, que llevan en sus prácticas mensajes que le imprimen significación social y reconocimiento colectivo a los practicantes. Una boda, un acto de investidura académica, o una tradición del calendario, cumplen funciones sociales de consagración, es decir, de pasaje autorizado de un estado a otro (de soltero a casado, o de bachiller a licenciado, por ejemplo).
El mundo social, desde la aparición del capitalismo, produce el tiempo como un factor de producción. Por eso lo organiza en ciclos. La hora es la cuantificación principal de ese tiempo, que otrora era solo una sucesión continua de secuencias reiteradas, donde solo la vida y la muerte, junto al amanecer y a la puesta del sol, y el ciclo de las estaciones temporales contaban. Ese tiempo económico, junto al tiempo litúrgico de las religiones, cumplen una función social fundamental desde la cual los seres humanos en comunidad se organizan, desde sus siembras y cosechas, hasta sus esperanzas, relanzando permanentemente sus estrategias, sueños e ideales de vida. Para creer en mejores días, es necesario pensar que los viejos días se han ido o están por irse: ese es el principio del cambio, la creación del pasado. Y para eso, es necesario que el pasado aunque no haya pasado, se convierta en referencia. Es la idea del futuro (que no está pero que deberá llegar) que por antonomasia lo inventa. Así se relanza la esperanza del mundo. De ahí, que en tiempos navideños, los votos de un nuevo año, donde más relevancia asumen no es tanto en lo que viene, sino en el que se deja. De ahí, que el doble sueldo, las cenas familiares, las juntaderas de fin de año, etc., sean esfuerzos vitales del ser humano en sociedad para continuar teniendo la vida como un proyecto, es decir, un proceso en gestación, un momento abierto, no concluido, que no ha dicho su última palabra, y así generar, aún sea a través de la auto-ilusión, de que vale la pena seguir luchando. Así se nutre la gente de la legítima necesidad de creer en la esperanza de días mejores.
Pero qué sucede cuando según los actores y sus condiciones de vida, la práctica de los días alegres no es la de una celebración necesaria para alimentar la esperanza, sino otra, cuyos fines sirven esencialmente como estrategia de posicionamiento social.
2/El empalagamiento sospechoso
Uno de los grandes beneficios de las redes sociales es que le ofrece al sociólogo una magnífica vitrina para la observación de las prácticas de los agentes sociales. Por mi trayectoria social, mi experiencia de redes está directamente vinculada a mi origen social (qué profesión y círculo de amigos tuvieron mis padres, en cuál vecindario crecí y cuáles vecinos hice; a cuál colegio fui y con cuáles compañeros de promoción establecí amistad; cuáles ideas profeso y dónde he trabajado, etc.). A pesar de ciertas diferencias ideológicas, religiosas y hasta políticas, en las redes sociales pares sociales se emparejan y se siguen mutuamente. Por contexto, me toca tener como territorio de proximidad virtual a la clase media y media alta dominicana, clases con pretensiones hegemónicas, que no teniendo herencia económica importante pero si cultural, pero habiendo visto lo que otros heredan o adquieren en el plano económico, aspiran sin necesariamente saber o tener todo lo que hace falta para obtenerlo. De ahí que mucha de esa“alegría” en las redes que manejan las clases aspirantes, sea un mecanismo o proceso estratégico de posicionamiento, que trabaja de manera discreta en el posicionamiento completivo que buscan agentes sociales a pasivos sociales determinados.
Contrario a la búsqueda, captación y promoción de situaciones de expresión “alegre” como necesidad de salida (fuga ante las posiciones ordinarias que padecen), como suele ser el caso en las clases humildes o subalternas, las clases ociosas o de privilegios suelen utilizar las redes como necesidad de entrada (es decir, que buscan la estabilización de las posiciones extraordinarias a la que aspiran). De ahí, que lo importante no es ir a tal lugar de prestigio, sino mostrar que se estuvo en ese lugar, y arrastrar hacia sí, el prestigio que porta haber estado ahí. Lo importante no es comer tal plato, lo crucial es que el mundo conozca a partir de un pretexto como el plato (que permite cierto disimulo de las verdaderas intenciones), del manejo apropiado que tengo de ciertas preferencias (cuyas formas de adquisición ya dejan entrever y promueven un estatus social especial). Tener y divulgar esas preferencias te hacen un preferido de gusto hegemónico. Es como si quien accede a ser consumidor de un producto o servicio exclusivo, en realidad fuese elegido por el producto o servicio mismo que consume, otorgándole el privilegio per se el título de privilegiado a sus usuarios.
Así como se hace con el exhibicionismo simulado o disimulado de vinos, de títulos de libros, y otros bienes de consumo que portan relevancia a quien dice consumirlos, así mismo los días “muy” alegres sirven como ese momento en el que las clases dominantes muestran una “felicidad” sobre la cual procuran esconder muchas cosas. Al que le va bien, no le interesa que le vaya bien a todos, para así guardar sus propios privilegios, pero si le conviene que haya tranquilidad y todos colaboren y se sientan a gusto con ese estado de cosas, para que sus privilegios puedan ser vividos en orden y hasta con reverencia ante la jerarquía de importancia social del mundo.
Es así, que las diferentes poses en los días muy alegres, el empalagamiento de expresiones demasiados dulces, la abundancia de aparentes sentimientos, construyen el mito casi religioso (del llamado) de la experiencia “feliz”, como si fuese una experiencia propia de un estado e incluso actitud que nada le debe a las condiciones materiales de los privilegios que sostienen esas caras, dichos y poses. Ese es el momento preciso en que las emociones(o la apariencia de ellos) buscan ser desconectados de las condiciones sociales que las facilitan, como mecanismo de reforzar el cuento de hadas que buscan promover los dominantes, como parte de los requisitos de vida que exige esta sociedad mostrar a quienes buscan entrar en el club de los “exitosos”. Ni hablar de los comerciantes y otras figuras del capitalismo, a los cuales la “alegría”, ese estado temporal tan vago en la definición como sospechoso cuando se fabrica por instituciones, les interesa tanto como un fin, y por eso despliegan tantos recursos en promover la idea de que la gente sienta que está “alegre”, de manera que tome, valga la redundancia, alegremente muchas decisiones que pueden no ser del todo para ellos, de la misma felicidad que será para los que inducen a esas “alegres alegrías de temporada”.