Las declaraciones sobre la innovación, investigación y desarrollo, como pivotes fundamentales de un cambio estructural del sistema productivo nacional, no bastan, especialmente cuando se basan en la falsa premisa de partida de que el Estado es un simple facilitador y que quien tiene el rol asignado de jugador dinámico es el sector privado. La veracidad de este planteamiento no es posible comprobarla en ninguna economía que pudiera considerarse exitosa, altamente productiva y competitiva.
Los mitos prevalecen: a) El Estado debe limitarse a impulsar la iniciativa privada en la dirección correcta; b) reducir los impuestos porque las empresas están decididas a invertir en I + D; c) concentrarse en la simplificación de regulaciones y trabas burocráticas y, finalmente, d) seguir destinando cuantiosos recursos a pequeñas empresas porque son realmente más flexibles y emprendedoras (un gran mito muy de moda).
Esta visión interesada de la funcionalidad del Estado reduce su misión al financiamiento de la educación básica y secundaria de los más pobres, provisión de los servicios básicos a la población, programas sociales de compensación económica, establecimiento de impuestos a las empresas que contaminan y creación de las condiciones infraestructurales óptimas para el buen desempeño del capital, entre otras vertientes consideradas “fallos del mercado”.
Admitimos que el Estado es un facilitador con la diferencia de que lo ha sido no solo simplificando procedimientos, trámites y servicios, o formulando y revisando las normas para facilitar prerrogativas a empresas oportunistas, o legitimando de alguna manera la permanencia de enormes sobrecostos económicos que terminan pagando los más débiles, o construyendo formidables obras de infraestructura de las que el sector privado es y ha sido en definitiva el gran beneficiario en términos de usos y contratas.
La realidad es otra: la verdadera función facilitadora del Estado en las economías exitosas ha consistido en encauzar inmensas cantidades y tipos de recursos financieros a sectores definidos como capital- intensivos, de alta tecnología y con mayores riesgos de mercado. Siendo así, lo que necesitamos aquí es un Estado capaz de “fabricar” una nueva visión, un actor audaz y hasta temerario que se adelante a lo que deberían ser las grandes causas de las empresas, por lo menos de aquellas con verdadera vocación estratégica.
La jugada por la innovación y la investigación y desarrollo es loable, especialmente cuando sabemos que en doce años solo hemos ganado aproximadamente cinco puntos en el Índice de Competitividad Global, ocupando el lugar 82 en una lista de 140 países (2018). Preocupaciones muy legítimas afloran: ¿por qué esta riesgosa pero urgente jugada deja fuera el llamado Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico, así como la evaluación a fondo del trabajo del Consejo con ese mismo apellido que ya cumple trece años de creado?
¿No representaría este sistema ya establecido una gran oportunidad para crear un ecosistema de innovación simbiótico, que no parasitario, en el que el Estado y el sector empresarial se beneficien mutuamente? ¿Es que en realidad preferimos seguir con el cuento del Estado facilitador y proveedor bajo cuya sombrilla el sector privado extrae grandes beneficios al mismo tiempo que se queja de la carga tributaria porque supuestamente “le resta recursos para invertir en áreas en la que sabemos no invertiría, aunque tuviera los recursos sobrantes? ¿No deberíamos revertir en términos prácticos la tendencia de socialización de los riesgos y privatización de los beneficios a la vez que fortalecemos la institucionalidad y garantizamos una proactiva y socialmente beneficiosa participación privada en los grandes emprendimientos públicos?
Sobra repetir aquí que el capital humano y la tecnología generan rendimientos crecientes a escala, es decir, la inversión en estos factores son en realidad el verdadero motor del crecimiento competitivo. De hecho, es el cambio técnico el que explica la presencia en un mismo mapa de países rezagados junto a otros con un impresionante desarrollo. Pero no es para nada una relación causal simple que pueda reducirse a declaraciones de intenciones altisonantes. Sospechamos que el nuevo marco institucional y político que la empresa reclama es bien diferente a lo que, en su fuero íntimo, en realidad desea en su habitual contexto de inercias, troglodismo y conservadurismo.
Por el contrario, de lo que se trata es de aprovechar el reclamo de fortalecimiento del modelo institucional y político para apuntalar una nueva organización que facilite la transformación de las ideas en productos.
Todo el interés por la innovación, investigación y desarrollo debe concretarse en la factibilidad de políticas dinámicas de crecimiento liderado por la innovación, si es que en realidad deseamos alcanzar los primeros peldaños de una economía del conocimiento. Este objetivo requiere romper perjudiciales estereotipos funcionales y culturales, y no solamente en el Estado, o resignarnos a ser receptores de innovaciones externas, con las dependencias que ello implicaría.
Tales políticas nos forzarían a retornar, luego de trece años transcurridos, a nuestro Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico que, en el discurso actual, curiosamente, no se menciona. En relación con este sistema, es oportuno recordar la definición que de él hacen algunos grandes expertos. Como señala Freeman (1995) citado por Mariana Mazzucato (2014) “los sistemas de innovación se definen como la red de “instituciones del sector público y privado cuyas actividades e interacciones inician, importan, modifican y difunden nuevas tecnologías”, o siguiendo a Lundvall (1992) son “los elementos y relaciones que interactúan en la producción, difusión y uso del conocimiento nuevo y económicamente útil”.
Esta relación dinámica y sistémica, donde el Estado es el eje central, está detrás de las más extraordinarias conquistas tecnológicas de los últimos decenios. Por ejemplo, la reciente presentación en China del primer prototipo de su tren maglev —es decir, basado en la tecnología de levitación magnética— que podrá circular a velocidades de hasta 600 kilómetros por hora, según South China Morning Post, es el resultado de tres años de estrecha colaboración entre una treintena de empresas, universidades e institutos gubernamentales de investigación.
Dejemos los dogmas neoclásicos y vayamos a los hechos. Nos conviene a todos.