La moderna paloma mensajera que es el internet trajo hasta mi escritorio un interesante documento en el que comienza a aparecer un importante tema, siempre protagonista de los procesos de democratización: el de la relación, oposición o complemento  de lo llamado “social” y de lo identificado como “político”.  Diremos, aunque suene a perogrullada, que la política es una actividad social, pero no toda actividad social es política.

La “ósmosis” que debe existir entre lo social y lo político con la política se hace difícil por varias razones.  En primer lugar porque nadie puede discutir que políticos y políticas y las organizaciones que los reúnen – los partidos- no salen bien en la foto. Tampoco es desconocido que el objeto de la política -el Estado- aparece por lo general como una entelequia lejana, presumiblemente autónoma de la sociedad, lo cual facilita esa sensación de lejanía y de impermeabilidad.

El otro elemento, relacionado con quienes usualmente aparecen como las víctimas de la política, son las organizaciones sociales. Su debilidad organizativa, el déficit en la identificación de reivindicaciones transversales y del adversario las hacen sin duda vulnerables y esa vulnerabilidad puede explicar perfectamente su renuencia a plantearse acciones y asociaciones con los partidos.

En el imaginario ciudadano se ha ido creando con éxito la desconfianza en la política a partir, sobre todo, de principios de los 80 cuando apareció el concepto de la ‘sociedad civil’ cuyo mayor trofeo es facilitar la opacidad en el actuar de los grupos de presión. ¿El resultado? Que constituidos ellos  en ‘políticos buenos’ han terminado transformando en verdaderos demonios a las organizaciones políticas y, por supuesto, al Estado.

De este proceso engañoso de ‘despolitización’, no sólo han caído víctimas las organizaciones populares. También han terminado complicadas las propias organizaciones de la ‘sociedad civil’ que representan intereses empresariales. ¿O no es eso lo que ocurre cuando la crisis de representación se hace tan evidente que es posible observar a los dirigentes empresariales cabildeando por ¡¡pactos!! sin que nadie pueda diferenciar claramente a los representantes políticos de los empresarios? La manera más transparente de asumir la existencia de una crisis de representación política es comprobar que, por razones distintas, ni el empresariado ni las organizaciones populares tienen representación política.  La consecuencia más grave de esta constatación radica en el hecho de que los aportes económicos a las campañas o la distribución de subsidios no hacen representantes, los impiden.

En el ámbito político se perciben organizaciones muy pequeñas y con escasa incidencia que coexisten tanto con organizaciones en crisis como con organizaciones en proceso de profundización de su ‘cartelización’.  La actividad política de unas y otras aparenta una autonomía que no tienen puesto que se sostienen por las prácticas clientelares que, si bien ‘ordenan’ a los sectores populares para los eventos electorales, no resuelven ninguno de los graves problemas que el movimiento social debería tener como exigencias frente al Estado.  Esas prácticas, sin dejar en evidencia que es al clientelismo al que hay que apuntar, niegan el carácter político de la acción reivindicativa  y pueden conducir a situaciones como la de Paraguay en donde importantes contingentes de las organizaciones populares apoyaron la candidatura de Lugo pero al no lograr espacios importantes en el ámbito institucional posibilitaron la situación denominada como “golpe de Estado legal”.

No es inútil reflexionar acerca de que la fortaleza de las organizaciones sociales resulta de la transversalidad de sus demandas y se hace propiamente política cuando se encuentra con actores políticos permeados de la justeza de esas peticiones y que son capaces de asimilarlas a la necesidad mayor que es la democracia, que si bien no resuelve todos los problemas, genera condiciones infinitamente más favorables para la sociedad. El desafío entonces es que los actores políticos, en forma creíble, levanten la necesidad de democracia como su punto de partida y que a las organizaciones populares se les facilite alcanzar la lucha democrática que es su punto de llegada.

La diferencia –ojalá nunca la distancia- entre lo social y lo político no es puramente analítica, mucho menos si se hace en el marco de la agitación que supone la democratización. Vale la pena reiterar que aunque ambos  ámbitos se mueven en diferentes espacios y con objetivos distintos deben confluir en una comunidad de intereses. Aquí y ahora se debe recordar  que lo social y lo político se han expresado muchas veces con éxito en la edificación de universos simbólicos con fuerte potencial movilizador y unificador. Lo contrario, tan propio de eficientes arquitectos de derrotas, es poner como objetivos políticos, sublimes utopías, que por serlo son inalcanzables.

Por todo hay una característica, un rasgo que deben compartir siempre los buenos dirigentes políticos y los buenos dirigentes sociales: su capacidad de sumar.

La respuesta, entonces, a la pregunta que titula esta nota puede ser sólo una: ¡¡Social y político!!