En días pasados tuve el enorme privilegio de compartir con un grupo de sobrevivientes Hibakusha del holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki y escuchar sus testimonios. La gran mayoría, como era de esperarse, superaba por mucho los 70 años de edad, pero en sus semblantes podía advertirse la poderosa resiliencia que aún albergan y que les permite contar una y otra vez hechos tan execrables.

Se narraron cosas para mí inimaginables. Por ejemplo, detalles muy explícitos acerca de cómo el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 am la bomba atómica Little Boy fue arrojada por el ejército estadounidense en el centro de la ciudad de Hiroshima desvaneciendo absolutamente todo lo que encontró sobre suelo. De forma instantánea la temperatura se elevó a más de un millón de grados centígrados. Era el infierno en la Tierra.

La Sra. Yoriko, una de las sobrevivientes, quien contaba con apenas 16 años, se encontraba esa mañana en su casa cuidando de su madre enferma y de su hermano más pequeño de 3 años. De repente, escuchó un sonido de explosión inaudito y su cuerpo fue arrojado hacia otra de las habitaciones de la casa; cuando pudo recuperar la visión y la conciencia, encontró a su madre y hermano cubiertos por completo de sangre. En medio del desastre, pudieron escapar, preocupadas por la suerte que corrió la otra hermana que no estaba en la casa. Yoriko, también enfermera, anduvo todos los templos budistas que quedaban en pie buscándola, los que estaban repletos de cuerpos gravemente quemados y desmembrados producto de la explosión. La encontró al poco tiempo, desfigurada. Cuenta que a su hermano pequeño, ya en cama, le podía ver el cráneo al quedarse parte de su piel pegada a la almohada…

La familia quedó sin su hogar. Tuvieron que construir una pequeña choza en el lugar donde solía estar la casa. La comida también escaseaba. Hacían largas filas para poder conseguir 2 o 3 domplines agrandados con papel de periódico. Del ejército de los EE.UU. dice que recibían algunas cajas de alimentos pero que en realidad no eran más que pasto.

Cientos de miles de personas (niños/as, jóvenes, ancianos/as) murieron a causa de estos bombardeos atómicos que precipitaron el fin de la II Guerra Mundial, la mayoría de ellas por los efectos posteriores de la radiación.

Me cuesta creer que hayan sido seres humanos comunes y corrientes, movidos quizá por un sentimiento patriótico desvirtuado, o por el deber de cumplimiento de las ‘órdenes superiores’, los que ejecutaron estos crímenes de lesa humanidad. Mentes brillantes, científicos destacados de la época, también fueron los que dedicaron todos sus esfuerzos para que aquel Proyecto Manhattan tuviese éxito y consiguiera primero la fisión que produjera la reacción nuclear en cadena capaz de destruir en un segundo la humanidad completa, a partir de uno de los aportes científicos más importantes de todos los tiempos: e=mc².

Sesenta y ocho años han pasado luego de esta tragedia humanitaria y ambiental sin precedentes, y los países “civilizados” continúan sus proyectos nucleares bajo la falacia de que orientados exclusivamente hacia fines científicos y/o energéticos (último que no deja de ser un arma nuclear; pensemos en Chernóbil o Fukushima).

En ‘Eichmann en Jerusalén’, Hannah Arendt describe que tras haber asistido a la Conferencia de Wannsee de 1942 en la que las élites del partido Nazi tomaron las decisiones sobre la Solución Final, Eichmann se sintió libre de toda culpa al asimilar que no era nada ni nadie para juzgar esta voluntad. El perfecto sistema burocrático diseñado por el totalitarismo afianzaba las condiciones para que el individuo dejara de sentirse responsable por sus acciones individuales. Al final, la culpa no era del burócrata, sino del engranaje, del sistema, de nadie.

La burocracia es la que ha permitido que el ‘mal’ se banalice, que el individuo se despersonalice a tal punto que no pueda oponer resistencia al acto de crueldad más atroz. La misma burocracia, en forma de realpolitik, que todavía intenta imponer guerras por doquier, con la amenaza de uso de armas nucleares u otras de destrucción masiva.

Mil gracias por el antídoto de estas voces. En especial, por el de las más jóvenes que han acogido el legado.