La violencia es un fenómeno social e individual excesivamente complejo y antiguo como para darle una respuesta única y válida universalmente. El discurso filosófico, como saber de segundo grado, se apoya en lo que nos han dicho, mostrado y verificado las ciencias de la conducta, el análisis antropológico, los estudios culturales entre otros saberes y disciplinas.
Nadie en su sano juicio hablaría de un único factor como origen de cualquier acto de violencia en el hombre. A veces, el discurso histórico que se maneja en las aulas de nuestro sistema escolar habla de “causas” y “consecuencias” de determinada guerra, gesta o revuelta social. La enumeración que se da de las llamadas “razones para” o “efectos de”, se hace con fines ilustrativo, pedagógicos; pero en ningún modo indican toda la verdad sobre el hecho estudiado. Funciona a manera de construcción de la “conciencia histórica” y no de explicación científica sobre determinadas conductas.
De igual forma, el discurso filosófico no aborda la violencia como un fenómeno sobre el cual podemos decir la última palabra, amparados sobre una teoría biologicista o sobre una teoría cultural-social.
Adjudicar el origen de la conducta violenta a las testosteronas o al estímulo y la anulación de ciertas zonas del cerebro como razón única para…, es un biologicismo ya que excluye otros factores exógenos que también son importantes e inciden en el modo de relación entre los seres humanos. Lo mismo sucede si fuese al revés y nos centráramos solo en lo social-cultural y no tomáramos en cuenta los aspectos biológicos de la conducta violenta.
El buen juicio intelectual indica que en el hecho criminal intervienen múltiples factores tanto de causalidad interna como de causalidad externa. De ahí que hemos hablado en otra ocasión de que hay un componente social e individual en el hecho violento, cualquiera que sea. Lo social porque somos una realidad dada (biológica y culturalmente); lo individual porque decido ser violento o al menos, bajo la pérdida del control sobre sí mismo, ejecuto el acto.
Ningún acto violento debe ser tenido como una cosa más o menos vaga o inútil de abordar, por mínimo que sea e independientemente del tratamiento que se le dé en los medios masivos de comunicación. Sabemos que los mass media viven de la violencia y, de alguna manera, banalizan nuestra experiencia del sufrimiento causado por alguien sobre otro u otra. La vida no es una película de Hollywood de finales tristes o alegres, según convenga. Tomarse la vida en serio es enfrentar todo lo que la niega, para así comprenderlo, interpretarlo, combatirlo.
Ese combate es individual, pero también es colectivo. Desde la posición que ocupamos en el conglomerado social el deber es batallar contra la violencia y defender la vida en todas sus formas y diversidad. Así que reflexionar sobre un hecho particular de violencia no es olvido de los demás actos de violencia en sus distintas formas y víctimas. La tarea social de representación y canalización de la violencia no se hará efectiva si no dialogamos y discutimos, desde los distintos saberes, credos y posiciones.
Hay tareas que nos atañen a todos porque todos podemos padecer o actuar sobre el problema. Aducir ignorancia o indiferencia me hace también victimario del sufrimiento infligido sobre alguien. Ya no se trata de cuestión de género, de privado o público, de clases sociales, de ignorantes o doctos; se trata de la vida como único norte común a todas, a todos y en todos (también incluye al planeta).
La violencia no es un juego, tampoco es una propaganda o una noticia sobre la cual subo mi rating o mi influencia social. Es una verdad de hecho sobre el mundo, el mundo que hemos construido los humanos, implícita o explícitamente. La violencia demanda una respuesta efectiva que no se obtiene bajo el anonimato insensato, sino bajo una acción responsable del que da la cara a sus propios miedos y los asume, los comprende y los transforma en vida.
La vida misma es la llamada, no el tedio frágil de mi propia convicción tortuosa en la que reproduzco una vez más, sin pensarlo, los propios miedos que me oprimen, haciéndome un reproductor más de lo que Pierre Bourdieu llamó sabiamente “violencia simbólica”.