Primero, Estados Unidos, con sus independent regulatory agencies, generalizadas en el 1880; y luego, los países de la Unión Europea (UE), con las Administraciones independientes, apostaron por la creación de organismos reguladores independientes, funcionalmente, de la Administración General del Estado. 

En la misma medida en que las industrias en red fueron liberalizándose (con un Reagan en Estados Unidos y una Thatcher en Alemania), se vio la necesidad de separar a la prestación de servicios públicos de la regulación de los mismos (o de ejercer lo que en la doctrina se le llama alteridad) y de crear e implementar técnicas de regulación económica apropiadas tanto para el mercado liberalizado como para las normas de competencia, pero que a la misma vez garantizaran la correcta prestación del servicio objeto de la regulación – uno de interés económico general. 

Se ha discutido la legitimidad de dichas Administraciones independientes. Algunos doctrinarios las entienden “anti-democráticas”, por estar exentas del control político del Congreso (o del Parlamento); mientras otros, tal vez menos radicales, entienden que son solo una expresión más de la heterogeneidad de poderes necesarios para llevar a cabo un sinnúmero de funciones que se le otorgan al poder público. 

Sin embargo, no debe pasarse por alto que esta independencia de la que quieren gozar estas Administraciones puede ser de preocupación para el ciudadano: por aquello mismo de no estar sujetas al control político del Congreso, o por no tener la obligación de rendir cuentas. Aun así, y como ha sucedido en varios países de la UE, se le ha dotado a las Administraciones independientes de la potestad para determinar la evolución de los mercados, conformarlos y supervisarlos. Así también, la jurisprudencia española, por ejemplo, ha reiterado conforme a la Constitución la potestad normativa y los instrumentos de intervención de estas. 

Ahora bien, ¿por qué es la independencia de los organismos reguladores un fin que se entiende va de acuerdo con el interés general? ¿Por qué querer correr, como ciudadanos, con los riesgos que conlleva la independencia de un organismo con tanto poder? 

Es difícil, para el Congreso (o el Parlamento), regular la actividad privada de los sectores de interés económico general. Primero, por la tecnicidad que requiere regular adecuadamente a sectores como las telecomunicaciones o la energía. Segundo, porque son sectores que requieren de una continua intervención, imposibilitando al Poder Legislativo que, por naturaleza, no es técnico y debe atender a muchas otras cuestiones, legislar acorde a la realidad del mercado de que se trate de manera continua e ininterrumpida. Por ello, las Administraciones independientes nacen como una delegación del Poder Legislativo, como una continuación de su ejercicio. Tercero, pero tal vez más importante, la misma alteridad (en su sentido más puro) exige que quien regule este libre de “influencias indebidas”, libre de la incertidumbre que usualmente generan los cambios en la política, y libres de aspiraciones a perseguir a algún interés particular. 

Ahora bien, ¿cómo han garantizado la independencia de sus organismos reguladores los países que han apostado por este modelo? Insisten, primero, que el mecanismo de nombramiento de su titular no es del todo garantista de la independencia o dependencia del organismo.

Tomemos a modo de ejemplo el caso de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) en España. La Comisión está regida por un órgano colegiado, dirigido por un presidente (también miembro del consejo). Todos los miembros del consejo son nombrados mediante decreto, luego de ser propuestos por el ministro de Economía. Pasan luego por una comparecencia ante la comisión competente del Parlamento, que puede vetar el nombramiento. 

Así, la garantía de independencia de la Comisión va más allá de cómo se escogen sus miembros: a) Su mandato (seis años) es superior al de la legislatura (cuatro años), lo cual es útil por dos razones primordiales: primero, les permite a los consejeros desarrollar proyectos complejos y de largo plazo y, segundo, rompe la vinculación con el partido de mayoría parlamentaria; b) Se prohíbe la reelección como miembro del Consejo, evitando así que los miembros busquen complacer al gobierno de turno a cambio de la renovación en su cargo; c) Un tercio del Consejo se renueva cada dos años, desvinculándolo aun más del gobierno de turno; d) Los miembros del consejo no son de libre remoción, y solo pueden ser removidos de sus cargos por causas taxativamente expuestas en la ley; y e) El Consejo tiene la capacidad de auto organizarse: puede adoptar su régimen de funcionamiento interno, y nombrar a sus diferentes órganos directivos. 

Aun así, de las garantías más importantes, y muchas veces subestimada, es la independencia financiera del organismo. Decía el profesor Juan José Montero, que “un organismo capaz de generar sus fuentes de ingresos y que no dependa de la asignación presupuestaria de un tercero, sea el Parlamento o el Gobierno, será más independiente que un organismo que no disponga de un patrimonio propio o que dependa de la asignación presupuestaria de un tercero” (Montero, 2020) – y con mucha razón. En el caso en cuestión, la CNMC tiene patrimonio independiente del de la Administración General del Estado, aunque en los últimos años ha perdido independencia financiera, luego de que las tasas correspondientes a porcentajes de facturación en la prestación de servicios de telecomunicación y energía pasaran a la Administración General. 

Así las cosas, un organismo con serias potestades, no solo normativas, si no también de resolución de conflictos, entre otras, siempre funcionará de manera más efectiva cuando se sienta libre de actuar sin ataduras a intereses o influencias más allá de su deseo del correcto y justo funcionamiento del mercado de que se trate. Garantizar la independencia de estos organismos es más complejo que determinar un mecanismo de nombramiento ajeno al Ejecutivo, pues solo se verá garantizada si se cumplen un sinnúmero de condicionantes que la desvinculen de manera real de las posibles presiones del gobierno de turno.