Las experiencias ligadas a la religiosidad usualmente ocurren en un territorio del ejercicio cognitivo donde lógica, razonamiento y ciencia no ocupan lugar: es decir, creer y tener fe son categorías del pensar carentes de comprobación o demostración alguna. Simplemente se profesa fe en alguien sin expectativa de prueba; como tal, debe reconocerse la arrogancia intrínseca arrastrada en ello ya que al sujeto no le interesa (ni necesita) argumentar: él simplemente cree.

A mi juicio, no existe un campo del quehacer humano donde estos preceptos  sean más desafiantes que en la práctica médica ya que el enfermo acude al facultativo persiguiendo la mejoría y el alivio de un mal; éste, científico al fin, en la medida en que utiliza sus conocimientoslos pone en práctica siguiendo una metodología establecida y corroborada. En aquellas situaciones en las que la religión interfiera de forma directa y frontal con el tratamiento o consejo médico, se hace prácticamente imposible entonces arribar a un acuerdo donde el galeno cumpla su función de sanador y el enfermo ponga a un lado los dictados de su fe a fin de aceptar tales tratamientos.

En particular, hablo aquí del paradigmático conflicto representado en el rechazo de las transfusiones de sangre por los Testigos de Jehová. La historia de la bioética contemporánea está repleta de circunstancias donde el personal médico y hospitalario ha debido recurrir al sistema judicial para imponerse sobre fieles que se niegan, dispuestos a pagar con su vida, a recibir transfusiones inequívocamente necesarias. Por igual, padres y tutores de menores de edad han hecho lo propio, frecuentemente con éxito, a fin de que sus vástagos no reciban sangre; así, ambos lados del debate se aferran quizás fútilmente a creencias que revelan claramente cuán convencidos están de su justeza.

Una reciente experiencia donde fui testigo ilustra la dificultad motivada por tal enfrentamiento medicina – religión, en esta ocasión quizás en grado extremo, ya que hasta lo que he podido investigar, existen pocos precedentes relevantes a este caso: el señor X llegó al hospital aquejado de debilidad extrema causada por un evidente sangrado intestinal que le provocó una anemia severa (su hemoglobina bajó a 5 gramos siendo lo normal unos 13); es decir, el sujeto estaba literalmente desangrándose y los médicos, ‘cruzados de manos’, poco podían hacer ya que él era  Testigo de Jehová y por ende, rechazaba las transfusiones. Gracias a los milagros científicos o a mandatos divinos, el paciente se recuperó logrando regresar a casa. Sin embargo, apenas unas semanas después retornó a la sala de emergencias esta vez con un agudo dolor de pecho causado por un Infarto cardíaco.

Independientemente de que el ataque al corazón haya sido inducido por la pérdida de sangre ya mencionada, este paciente necesitaba someterse a un cateterismo cardíaco de urgencia a fin de aliviar la obstrucción coronaria que le provocaba su mal. Para realizar este tipo de intervención es necesario que el enfermo reciba medicamentos anticoagulantes los cuales, obviamente, agravarían la situación ya que podrían reactivar el sangrado y de por sí empeorar su crítico estado. ¿Qué hacer ante tal dilema? ¿Aceptar tranquilamente las creencias del afectado y verle morir?  ¿Intentar de alguna manera proceder contra su voluntad ya que él ha acudido en busca de alivio confiando en el médico tratante su mejoría? ¿Valerse una vez más del sistema judicial a fin de obligarle a recibir una transfusión? ¿Conseguir un permiso especial de los líderes de su secta a fin de salvarle?

Historia de la sangre

La sangre es el líquido vital por excelencia. Portador de células rojas que llevan el oxígeno, de plaquetas reguladoras de la coagulación y de leucocitos defensores contra las infecciones, es sinónimo de vida. Debe reconocerse que sus propiedades beneficiosas eran conocidas desde la antigüedad hecho evidenciado en la costumbre de darla de beber a los enfermos o cuando los gladiadores romanos la tomaban a fin de sanar sus heridas. Los egipcios, por su parte, se bañaban con ella como símbolo de restauración y Quetzalcóatl era venerado mientras sus devotos untaban su boca con sangre extraída de las venas de la lengua. Por igual, la Biblia contiene múltiples referencias a este “elíxir de la vida” adjudicándole características trascendentales tal como anuncia el libro Levítico en el Antiguo Testamento: “…la vida de la carne está en la sangre”.

Los historiadores de la medicina difieren respecto a las circunstancias que rodean las primeras transfusiones ya que para unos los incas fueron pioneros y para otros, los romanos. Una de las primeras transfusiones documentadas fue la que se sometió el Papa Inocencio VIII en 1492; víctima de insuficiencia renal éste muere de apoplejía a pesar de habérsele donado la sangre de tres niños quienes también fallecieron luego de ser desangrados. Igual suerte corrió en 1667 un muchacho a quien el médico francés Jean-Baptiste Denis le inyectó sangre de ternero. Estos frustrados intentos justificaron la posterior experimentación con “sustitutos sanguíneos” popularizada entre los siglos XVII y XIX: leche humana, cerveza, agua salada, orina y resinas fueron inyectados a través de rudimentarios métodos a fin de curar condiciones tan variadas como el cólera asiático, extrañas infecciones, la epilepsia y ciertos trastornos de la personalidad.

En la modernidad las transfusiones son universalmente seguras gracias a rigurosos métodos de selección de donantes y a su adecuado procesamiento en aquellas naciones donde esta práctica está regulada; su uso está estandarizado en los campos de la cirugía y la anestesia e incluso se nota una reducción en su número de acuerdo a cifras reportadas en países de tecnología avanzada ya que con frecuencia otras intervenciones son utilizadas con la intención de evitarlas. Por otra parte, la síntesis, producción y comercialización de derivados artificiales sanguíneos es una exitosa industria que ya beneficia a millares de enfermos, sin embargo el interés mercantil invade el campo de las transfusiones ya que éste es también un lucrativo negocio: de acuerdo a cifras de la agencia PR Newswire, el monto global de dicha industria durante 2010 alcanzó los US$30 mil millones.

La vida de la carne está en la sangre

El origen de los Testigos de Jehová se remonta a la Norteamérica decimonónica cuando un grupo estudioso de la Biblia dirigido por Charles Taze Russell, hijo de una familia presbiteriana,  fundó dicha doctrina en el estado de Pensilvania; el sostén de las creencias de esta secta proviene de una rígida y desviada interpretación de algunos pasajes bíblicos aparecidos en Génesis donde Dios prohibía la ingesta de sangre, y más tarde a raíz de enunciados contenidos en Levítico y Deuteronomio; al parecer de los Testigos dicha prohibición incluye tanto la ingesta como la recepción intravenosa de sangre y sus derivados.

Cabe suponer entonces cuán complejo se torna el escenario médico cuando un paciente fiel a esta secta se encuentra críticamente enfermo víctima de una condición donde una transfusión podría ser literalmente salvadora: por un lado, el deber del doctor de cumplir con su tarea más esencial—la preservación de la vida— se contrapone al principio de autonomía establecido por la bioética donde el sujeto, por otro lado, puede (y debe) tener el derecho a aceptar o rechazar un tratamiento particular. Es decir: el médico hace todo lo posible a fin de lograr el bien del paciente, pero éste lo aceptará o no según lo que estime correcto o beneficioso para su salud.

Desafortunadamente y a pesar de los avances científicos las diferencias ideológicas han influenciado la manera como las transfusiones son utilizadas: los nazis, en su afán de pureza étnica, restringieron su uso entre las huestes heridas en la guerra y en consecuencia los soldados debían morir a menos que la sangre disponible fuese aria; el ejército norteamericano, que paradójicamente enfrentaba al demencial enemigo hitleriano, bajo excusa de no herir sensibilidades evitó por mucho tiempo la donación de sangre de personas negras a víctimas de raza blanca.

Por igual, como hemos indicado, las estipulaciones místicas, cada vez con mayor frecuencia, son un desafío para el quehacer médico tal como ilustra la verídica historia narrada más arriba. Pero lo que la hace inusualmente particular, y quizás única, no ha sido la controversia de aceptar o no la transfusión ni tampoco la suerte de este paciente haber sobrevivido dos enfermedades potencialmente mortales de forma consecutiva en donde la sangre jugaba un rol protagónico. Lo verdaderamente único de este caso es que se trataba de un impedido mental incapacitado de tomar decisiones propias por haber nacido con un retraso mental severo. Este hombre además no creció en el seno de una familia religiosa, de hecho, antes de fallecer, sus padres otorgaron la custodia legal a su hermana mayor quien tiempo después abrazó la doctrina de los Testigos de Jehováe incluyó a su hermano en ella.

Sabemos que en el cristianismo, el judaísmo e islamismo los padres deciden por sus hijos cuáles preceptos religiosos deberán seguir; se les bautiza, se circuncidan y se les ‘casa’ antes de nacer sin consentimiento alguno ya que así es como debe ser según la tradición familiar. Pero estos niños, al alcanzar la adultez, en el mejor de los casos podrán escoger por cuenta propia sus preferencias religiosas. Mas un incapacitado mental jamás tendrá esa alternativa; porque habrá sido “condenado” a ser ateo, católico, musulmán o Testigo de Jehová por imposición de un apoderado legal, familiar o no, quien decidirá no sólo lo que come, cómo se viste y dónde vive, sino como ilustra este caso, también en quién o en qué deberá creer.

Digamos, en lo que por ahora crea o le convenga creer a su custodia legal.