En un reciente artículo del Diario El país, el escritor Jesús Ferrero ha retomado el problema de la banalización del mal. El concepto de la filósofa Hannah Arendt (1906-1975) según el cual individuos comunes pueden realizar acciones malvadas -siempre y cuando se den las condiciones sistémicas para ello- ha sido incomprendido, por entenderse con frecuencia que exonera a genocidas y criminales de sus responsabilidades.

Se olvida que el espacio de la psicología humana sin lugar para la piedad no es el dominio exclusivo de seres con dotes excepcionales para la crueldad. Por el contrario, es para todo ser humano una dimensión latente, cultivable y emergente allí donde puedan darse las condiciones para su desarrollo.

Cuando Hannah Arendt acuñó el término para referirse al caso del criminal nazi Karl Adolf Eichmann (1906-1962) nos llevó a un modo diferente de enfocar el problema de mal. Es más reconfortante pensar que somos incapaces de realizar determinado tipo de acciones y que sólo otros (líderes trastornados o dementes, psicópatas, malvados incorregibles) son capaces de destruir las raíces mismas de nuestra convivencia humana.

Resulta angustiante pensar que también nosotros podemos realizar acciones insospechadas si las estructuras de autoridad y los procesos socio-políticos lo posibilitan y estimulan.

Distintos estudios a lo largo de los años (como el experimento de Milgram, el de Stanford y otros más recientes) nos llevan en la dirección de Arendt. Individuos con  historiales psicológicos comunes, sin muestras de trastornos significativos de la personalidad, pueden hilvanar decisiones y acciones reñidas con sus propios principios morales o con las normas sociales establecidas en el proceso de socialización.

La tesis de Arendt nos alerta sobre la “terrible posibilidad de la cotidianidad”.  Es posible la conformación de un sistema donde las personas aprendan a ser compromisarios de una empresa siniestra, sin ser ellos mismos siniestros “en su esencia”, haciendo cada uno su trabajo sin pensar en los principios que fundamentan sus acciones ni en las consecuencias de las mismas.

¿No esta la base de los sistemas totalitarios y corruptos? ¿Acaso diremos que los mismos se alimentan de la perversa naturaleza de millones de personas? ¿Creemos que fenómenos como el mal, la corrupción, la coacción de la libertad son el producto exclusivo de líderes malvados, corruptos y siniestros?

Más plausible es pensar que el mal y la corrupción responden a complejos procesos sociales que nos involucran a todos: “siniestros” y “comunes”.

Esta lectura nos ofrece una perspectiva más realista de las cosas. Nos permite comprender procesos complejos, más allá de los maniqueísmos morales y las  dicotomías superficiales. A la vez, sin exonerar a quienes ocupan posiciones de poder de sus excepcionales responsabilidades, nos recuerda al resto de nosotros nuestras complicidades cotidianas.