Los jueces y abogados que comparten sus profesiones con el oficio de escritor -de escribiente, escribidor o algo así en mi caso-, publicando ideas -propias o prestadas- sobre temas jurídicos, corren el riesgo de que algún caso judicial o escenario académico los exponga a ratificar esas ideas o a venir contra sus propios pasos, modificando o apartándose de lo que previamente han defendido en calidad de juristas. Aunque esto último no me ha pasado -como abogado de medio tiempo que aún soy-, suele suceder, y para muestra nuestra historia forense registra más de un botón.

Me parece que hay tres formas de explicar esa situación atinente al jurista (juez o abogado): i) que ha cambiado de criterio -o le han hecho cambiar por persuasión- entre el momento de la publicación y la nueva postura [evento siempre posible si admitimos que nuestra capacidad de conocer/saber/entender es por naturaleza falible]; ii) que el ordenamiento jurídico base ha cambiado en el intervalo de los distintos pronunciamientos, justificándose así la diferencia de criterios en el tiempo, escenario donde no habría nada cuestionable, pues ni siquiera podría hablarse de contradicción propiamente; o, iii) que esa nueva posición no sea el producto del convencimiento propio, sino una diligencia con causa en la corrupción de sus principios, valores, concepción o ideología para satisfacer determinado interés coyuntural (actuación nunca justificada para el Derecho); caso este último al que dedicaré mis comentarios.

Presumiendo su buena fe, entiendo que la ventaja -si existe alguna- de litigar frente a un abogado o ante un juez que se considere o que sea -antes que abogado o juez- un jurista (en el sentido de teórico, doctrinario o dogmático), es su posible predictibilidad, constituyendo su labor literaria una garantía de su potencial honestidad argumentativa al ejercer la profesión jurídica, pues -en principio- no pondrá los intereses (quizás antijurídicos) de sus clientes o factores externos al caso por delante de sus convicciones o concepción jurídicas.

Entender esto implica entender qué hace el jurista cuando escribe y publica sus ideas: se compromete -entiendo- con un significado jurídico -del cual se apropia- frente a la comunidad de lectores, y de cuya defensa se hace responsable, manifestando en cada pronunciamiento una especie de rebelión contra la incertidumbre, la irracionalidad o la injusticia, que sin dudas, lleva consigo -al menos en su entendimiento- una pretensión de corrección. En fin, ejerce una vocación. De no ser así, no tendría sentido el sacrificio que puede implicar para ese intelectual investigar, escribir y publicar, máxime si reconocemos que difícilmente pueda tratarse de un oficio que garantice una rentabilidad económica proporcional, al menos no en nuestra sociedad. Que sea así es lo que hace del jurista también un humanista, un filántropo.

En el caso de los abogados litigantes, podrá decirse con alguna razón, que esa característica no representa un verdadero mérito cualitativo ni un atractivo de superioridad, pues su función no es confirmar judicialmente sus tesis jurídicas previamente publicadas, y con ello alimentar su ego -aunque suceda así con cada victoria-, y ni siquiera procurar hacer justicia, sino representar los intereses de su cliente, y esto ante todo, máxime porque a este cliente poco importa la corrección de una tesis, ni la genialidad del litigante, e incluso el error, la veracidad o la falsedad de un enunciado que pueda convencer al juez para la justificación de su decisión, si nada de esto le es favorable a sus pretensiones.

Y es que, como el político y el religioso, el abogado y el jurista, operan en base a códigos morales/éticos distintos, y más relevante que eso, a racionalidades no siempre compatibles en el tratamiento de ciertas situaciones que exigen asumir postura, interpretación o significado, a propósito de una ideología o concepción jurídica. Es por ello que no creo posible sin alto riesgo a la incoherencia o al error, la asunción simultánea de todas esas calidades en una misma persona (político, religioso, abogado y jurista) frente a un caso difícil o situación de penumbra, salvo un extraordinario accidente de la coincidencia; téngase por ejemplos ilustrativos, pronunciándose sobre temas constitucionalmente conflictivos como el aborto, legalización de las drogas, el alquiler de vientres, el reconocimiento de efectos jurídicos a las uniones de personas del mismo sexo, etc.

Todo lo anterior permite explicar ciertos fenómenos específicos de las profesiones jurídicas, como el por qué algunos (abogados y jueces) solo escriben y publican sobre lo que han tenido que defender o juzgar habiendo fijado ya una postura al respecto, es decir, como un registro posterior -si se quiere meramente descriptivo- de una experiencia práctica personal. También nos permite entender por qué otros –que son la mayoría- nunca publican ni escriben de nada, teniendo capacidades extraordinarias para ello, así como el hecho de que algunos reconocidos juristas y académicos antes publicistas, luego que se inician o intensifican en el ejercicio de la abogacía -o que se hacen jueces- renuncian a aquella vocación original, sino de forma definitiva, provisionalmente, hasta que cuelgan la toga o se retiran.

Para jueces y abogados la posible auto-contradicción que abordamos puede tener consecuencias muy distintas. Respecto del abogado, quizás un posible reproche de parte de la comunidad jurídica que podrá hacerle perder respeto como científico o jurista, aunque también la victoria en el foro -aún a ese precio- le haga ganar admiración y reputación por su éxito, lo cual no es de sorprender tratándose de una profesión que ha sido incluso acusada de ser “intrínsecamente inmoral”. En definitiva, con alguna razón se sostiene que las virtudes del hombre compensan sus debilidades, sobre todo en una sociedad donde los valores suelen principalmente brillar por su deterioro.

En ese orden, puede darse el caso de un abogado que aún consciente de que su postura es incorrecta, la asume con el riesgo de ser advertido como errante -e incluso ridiculizado por su contrario-, todo procurando a como de lugar contribuir a la causa de su cliente. En esta hipótesis no estamos ya frente al jurista antes referido (pues ante uno al que no le cuesta deshonrar el referido compromiso literario con su comunidad), sino realmente frente a un abogado que hace su trabajo, y que por esa circunstancia entiende hacer lo correcto y justificado, lo que no lo exime de una posible sanción disciplinaria en caso de que el juez pueda identificar en su proceder -si no un indicio de- una especie de litigación temeraria.

En el juez, la cuestión es más delicada, pues en adición a la posible amonestación social que he presagiado para el abogado, su doctrina -como jurista- debe considerarse moralmente vinculante en el ejercicio de su función judicial, pues a propósito de la autoridad que representa como magistrado y los valores y principios que debe encarnar dentro y fuera de sus funciones oficiales (deber de coherencia), su cambio de criterio personal debe justificarse de forma racional y suficiente, de lo contrario resultarán legítimas las sospechas y críticas de parte de los destinatarios no conformes con la decisión adoptada, de donde se sigue una afectación a la “imagen de la Justicia” -un bien jurídico fundamental-. Incluso, no resulta desproporcionado considerar que semejante actuación de auto-contradicción injustificada -extraordinariamente- podría costarle el cargo en ocasión de su evaluación periódica o de un juicio disciplinario, pudiendo incluso comprometer su responsabilidad penal, al considerarse (si no el indicio de) la configuración de una especie de prevaricación.

En fin, aunque relativos, los méritos podrán ser muchos, pero el principal riesgo de pretendernos jueces o abogados juristas, académicos o doctrinarios publicistas, es uno: que circunstancialmente nuestro ejercicio pueda exponernos como verdaderos simuladores, pues -aún cuando inconfundibles pensadores y estudiosos del Derecho-, profesionales sin la integridad y la vocación necesarias para merecer y justificar tener el referido título de forma honorable.