La filosofía nunca ha estado de moda. Mas la prensa internacional parecería haberlo negado tras hacerse eco de un descubrimiento ocurrido recientemente en la antigua ciudad griega de Estagira, cerca de la península de Liotopi. Excavaciones revelaron un espacio rectangular dotado de altar, con suelo de mármol, abovedado a 10 metros, con techumbre de cerámica real y una amplia carretera de acceso cerca de la cual se encontraron monedas de la época de Alejandro Magno; expertos sostienen que se trata de la tumba de Aristóteles. El mausoleo donde los estagiritas le enterraron 2,400 años atrás.

El filosofar, ese impopular y al parecer irrelevante quehacer en el convulso mundo de la posmodernidad, siempre representó un magno instrumento para la comprensión de la realidad, es decir, del conocimiento pleno de la verdad. El ejercicio filosófico presente sin embargo, dispone de posturas menos trascendentales (¡enhorabuena!) como la de Slavoj Zizek; una suerte de filósofo pop que ha invadido a YouTube y quien argumenta que la tarea de dicha disciplina es meramente replantear los problemas, redefinirlos estableciendo preguntas. Otro contemporáneo, el francés Compte Sponville, afirma por su parte que la filosofía se ha hecho más relevante gracias a la disminución de la influencia de las ideologías y las religiones en la sociedad actual. 

Aristóteles y Platón

Aristóteles, aunque escribió poco sobre la muerte, se preocupó a profundidad por la realidad del quehacer humano expresándolo a través de conceptos tan variados como la ética y la lógica; la biología y las matemáticas; la política y la organización social, entregándonos las reglas necesarias para dudar, deducir y construir argumentaciones. A pesar de ser discípulo de Platón refutó muchas de las concepciones de su maestro incluyendo enunciados referentes a las ideas ya que a su juicio, este había “separado la sustancia de aquello que es su sustancia” creando un mundo sobrenatural junto al mundo perceptible, el real.

Desconocemos si Rafael pretendió sugerir aquel concepto en la obra que ilustra este texto; nótese cómo Platón señala el cielo y su alumno Aristóteles la Tierra. Quizás por eso Lenin advertía que Aristóteles se debatía entre el idealismo y el materialismo cuando estableció que cada cosa individual se compone de materia y forma (la esencia), paralelo que aplicado a los menesteres del Ser, adjudicaría al alma la distinción de representar la forma del cuerpo, ambos inextricablemente conectados, indisolubles y dependientes entre sí.

Tanto Platón como Aristóteles afirmaron que la muerte era justamente la separación del alma del cuerpo; el primero consideraba que ambas entidades eran de naturaleza diferente aunque convivían de forma accidental. En la compleja concepción del alma aristotélica por otra parte, esta no era comprendida únicamente como elemento psicológico sino también biológico ―principio de vida y movimiento―; estaba constituida en una tríada jerárquica abarcadora del alma vegetal, propia de las plantas, de función más baja y puramente reproductiva; del alma animal, perceptiva de los sentimientos que la hacen emotiva; y del alma racional, la más alta, capaz de separarnos de lo instintivo. Tales preceptos persistieron a través de las civilizaciones conformadoras del ethos occidental y tras ser incorporados a nuestra concepción de lo divino, enriquecieron el corpus del cristianismo a pesar de Aristóteles haberse confesado ateo.

Siglos más tarde, consciente ya de la irreversible separación entre alma y cuerpo tras la muerte, el hombre del medioevo la entrega a Dios mientras deposita el cadáver a la vista de sus allegados en el entorno sagrado de las iglesias. La sepultura, de tal forma, aparece íntimamente ligada a la piedad hacia la parroquia y al sentimiento familiar deseoso de que el fenecido reposase ad sanctos ―lo más cerca de las tumbas de los santos―. Entrados los siglos XVII y XVIII la prohibición de la inhumación en los templos provoca el surgimiento de los cementerios aledaños a las urbes europeas en los que los humildes eran enterrados en fosas simples o comunes, y los más pudientes, en tumbas familiares predecesoras del mausoleo moderno vivo símbolo del patriarcado.

Con el paso del tiempo, los cementerios se secularizan y si bien continúan siendo lugar de respeto pasan a jugar un papel más discreto en la veneración de la mortandad llegando incluso a romper vínculos con la Iglesia al permitir el enterramiento de excomulgados. En casos extremos, el camposanto medieval tardío se hizo lugar de ferias, comercio y actividades públicas en muchas comunidades; en las postrimerías de la Revolución francesa llegó incluso a convertirse en tema de debate médico-científico (por entenderse como foco de podredumbre y contagio) que conllevó a la destrucción de los cementerios intramuros bajo el dominio de Luis XVI. Décadas después, el cementerio se revestirá de verdes pastos y hermosos jardines que retornarán al muerto (y a sus allegados) a la pureza de la naturaleza, una forma más abstracta de cercanía a Dios.

Las ideas sobre los enterramientos expuestas aquí aparecen enriquecidas en “Historia de la muerte en Occidente” de Philippe Aries, ensayo que narra el periplo del morir desde la Edad Media hasta el acontecer de nuestros días. Coincidimos con el autor en que hoy la muerte natural es ocultada; objeto mórbido y desagradable, ha cesado de ser bienvenida en el entorno diario. Así, la liturgia y los ritos funerarios modernos se enfocan en los sobrevivientes con frecuencia ignorando al fenecido quien almacenado en un ataúd, espera la hora y el lugar de su enterramiento generalmente escogidos por los deudos a conveniencia propia. Ese cuerpo (ya cadáver), gracias a la creciente popularidad de la cremación podría también ser hecho cenizas; depositadas en una elegante urna (y no en una vulgar tumba), estas acompañarían al doliente per secula seculorum.

El entusiasmo despertado tras el hallazgo de la tumba milenaria de Aristóteles a nuestro parecer obliga a meditar sobre el acto funerario y sobre el lugar que alojará los restos corporales posterior a la muerte física. En tal contexto, es inevitable recordar la saga de Príamo en pos del cadáver insepulto de su hijo Héctor muerto a manos del semidiós Aquiles en las páginas de La Ilíada: cómo el monarca es capaz de arrastrarse, humillándose, y besar las manos del triunfante guerrero mientras le ruega la devolución del cuerpo de su vástago necesitado de sepultura. ¿Acaso yacen aquí los basamentos del pensar y simbolismo occidentales sobre el justo destino del cadáver tras el fallecimiento?    

Aristóteles se preocupó por los meteoros; por la vida social de las abejas y la trascendencia del misterio divino; por la libertad del hombre y el poder del espíritu; por el carácter mamífero de los murciélagos y la estructura de los moluscos; por el ejercicio de la política y la naturaleza de las constituciones. Como gran clasificador de todo lo referente al existir, nos legó la categorización de los diferentes modos de pensar, razonar y ser que posteriores pensadores desarrollaron hasta entradas las postrimerías de nuestra época. ¿Muere acaso, entonces, quien es capaz de conformar semejante episteme? ¿”Descansan”, de veras, las cenizas de nuestro personaje en aquel mausoleo recién descubierto?

Toda la vida de los filósofos es una meditación sobre la muerte ―un commentatio mortis―, escribió Cicerón. El lúcido Montaigne, por su parte, recordó cómo la palabra muerte hería con extremada rudeza los oídos de los romanos. Teniéndola como de mal agüero, estos solían expresarla en perífrasis: en vez de decir ha muerto, decían ha cesado de vivir. Tal cual lo acontecido a Aristóteles, quien verdaderamente nunca murió.