Siempre que se habla de profesores peculiares, cuento esto. Aun diciendo el pecado sin el pecador, nadie tiene una historia más descomunal que la mía y todo el mundo se sorprende de lo que me sucedió. Como no me parece algo lindo, siempre preservo la identidad del sujeto oculta; sin embargo, hace un par de semanas, transitando por la Avenida Sarasota, vi que Yayo Sanz aspira a senador por mi circunscripción. Por tal razón, me he visto motivada a contar esta historia, porque según mis estándares y lo que espero de un congresista, no me parece la persona más idónea para ser mi representante en el Senado, sencillamente, porque no me representa.
Creo que era el 2006 cuando supe de él por primera vez. Leí una entrevista a Eduardo Sanz Lovatón en una revista del Listín Diario en casa de abuelo y lamenté mucho no poder votar aún, para cooperar con su candidatura. Recuerdo que se postulaba por el Partido Revolucionario Social Demócrata, o "El partido del Toro", como le decía yo al grupo dirigido por Hatuey Decamps en ese entonces. Les comenté a mis padres cómo me habían llamado la atención las respuestas que le dio, ya no me acuerdo si a Ritmo Social o a Oh! Magazine.
Papi, que también militaba en el PRSD, se alegró de mi inclinación y me comentó que tenía a Yayo en muy alta estima. Sin embargo, mami, que suele ser más práctica en estos temas, me dijo que era muy lindo que fuera católico, como los hombres de su familia y que su madre y hermana(s) fueran evangélicas como nosotras, pero que a pesar ello, yo tenía que conocerlo más a fondo antes de votar por él. No obstante, me explicó quién fue su abuela: según mami, una señora muy seria, que dirigió exitosamente la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía en tiempos de Balaguer.
Tres años más tarde, me alegré muchísimo al seleccionar mis materias en la universidad. Vi que Eduardo Sanz sería a ser mi profesor de Obligaciones I y me pareció una dicha que por fin podría conocer a ese señor tan respetable que lamentablemente no había tenido éxito en sus aspiraciones senatoriales.
Sin embargo, la magia fue desapareciendo como en la tercera clase. A pesar de llegar con casi una hora de tardanza en todas las oportunidades, el profesor siempre insistía en que "a él se le espera". Ese tono altanero no se me pareció en nada a la persona que yo había creído que era él y me sorprendió bastante. A pesar de la inconformidad mía y de mis compañeros, el catedrático se declaraba intocable en PUCMM. Nos relataba que con el paso de los años, muchos alumnos le habían reportado, pero que como él era amigo de Monseñor Agripino, "¿Dónde están esos alumnos? Y, ¿quién sigue aquí dando clases?", decía.
Más adelante, dado que se había ausentado más veces de las que puedo contar, el profesor dio una reposición. Aunque muchos de los alumnos tenían clases ese sábado en la mañana, no asistir a su clase en horario extraoficial era, a su entender, "una excusa", porque según su concepto, era más aceptable faltarle a otro profesor que a él, así uno tuviera el compromiso previo.
Yo, sin embargo, no tenía problemas mayores en la clase. En sus largos períodos de ausencia, me dediqué a leer el libro de los hermanos Mazeaud dedicado a su materia, así que en mis lecturas aprendí bastante más de las obligaciones que lo que se exponía en las cátedras. Por tanto, cuando el profesor puso una exposición en grupo sobre los vicios del consentimiento, (en la cual cada quién era responsable del desempeño su grupo entero, no sólo de él(la) mismo(a)) pude salvarme de tener que ir a su oficina a repetir la ponencia.
Si bien no me encantaba la actitud del profesor en general y hacia mis compañeros, la idea de decir o hacer algo me resultaba más descabellada aún. Me pasó como en el testimonio de Niemöler, quien no dijo nada cuando fueron a buscar a comunistas o judíos, y así cuando fueron por él, no quedaba nadie que dijera nada. De igual forma, la situación vino por mí.
El día del examen final, el profesor reveló uno por uno los acumulados de los alumnos mientras tomábamos la prueba. Me sentí satisfecha de los Mazeaud cuando oí "17″ como resultado de mi segundo parcial: sólo había perdido tres puntos. Pero al escuchar que varias personas tenían notas sobre el veinte, (que según yo, era el valor total) le pregunté al profesor si podría revisar mi examen, a lo cual accedió amablemente.
En la primera página yo tenía una respuesta mala. Volteé la hoja y allí comenzaba una selección múltiple que llegaba hasta la página tres. En el mismo, tenía siete de las respuestas de selección marcadas como equivocadas, aunque hasta donde yo había alcanzado a entender, correspondían al enunciado "más correcto", como indicaba el mandato.
Ante mi extrañeza, mostré los errores al profesor. Este, al revisarlos junto conmigo, estuvo de acuerdo en que tenía yo razón. Luego de una serie de vaivenes, me preguntó que cómo me había ido en general y el intercambio fue como sigue:
– ¿Y cuánto tú sacaste en el primer parcial?
– Veintitrés.
– ¡Ah! Pues ahí es donde está el problema.
– ¿Eh?
– Tú no puedes sacar 23 en el primer parcial y 24 en el segundo.
– ¿Cómo así?; ¿por qué?
– Porque no. Con la nota que tú tienes en participación, si tú sacas 23 en el primer parcial y 24 en el segundo, vas a sacar A.
– Ajá.
– ¿Yo te he hecho el cuento de Nicole Kidman?
– No…
– Pues déjame hacértelo.
[Entre las quejas de los demás estudiantes, el profesor se distrajo. Al cabo de unos minutos, volvió a mirarme de pie, a su lado].
– ¿Qué tú haces ahí?
– Esperando el cuento de Nicole Kidman.
– ¡Ah! Verdad. Mira, yo quería casarme con Nicole Kidman. Siempre soñé con eso e hice todo lo que estaba a mi alcance para lograrlo. Pero a pesar de haberlo hecho, ¿me casé con Nicole Kidman? No, no me pude casar con ella, ¡y yo me lo merecía! Asimismo, tú hiciste todo lo que estaba a tu alcance para sacar una A. ¡Y tú te mereces una A! Yo lo sé y tú también, pero comoquiera, vas a sacar B.
– Profesor, eso no puede ser.
– Bueno, m’ija. Si tú quieres, pide revisión. Pero te recuerdo que esto es el huevo y la piedra; en cualquier caso, puedo quitarte los puntos de participación, que son subjetivos, para que saques B.
[Las lágrimas me llenaron los ojos, pero aguanté lo suficiente como para que no salieran. El profesor me vio].
—No te preocupes–, me dijo– yo estoy dándote una lección: la vida es injusta.
Y así, amigos, fue como saqué una B que no merecía.
Ciertamente, esta experiencia me sacó un poco de la burbuja en que vivía [vivo]. Quizás sí haya valido la pena y tenga sentido que el profesor me enseñara de esta forma las injusticias de la vida, pero de todos modos, me pareció un accionar bastante arbitrario y exagerado.
Yayo ya no está en PUCMM y poco recordará de esta anécdota. Según me dijeron después, lo de Nicole Kidman era su práctica común, así que para él, mi caso no tendrá nada de memorable. Pero para mí sí lo es. Para mí, esta historia es representativa del efecto mariposa: y es que su accionar de hace seis años, como el aleteo de una mariposa, creó ondas que se magnifican cada vez más. Tal como lo predijo, la "lección de vida" que me dio Eduardo Sanz Lovatón, repercutió más allá del aula y llegará, en mi caso, hasta la urna. Asimismo, esto me recuerda que como las tómbolas, la vida da mil vueltas: en su "ley del huevo y la piedra", ya el huevo no soy yo.
Mi intención con esta historia no es dar consejos pre-electorales: cada quién sabrá a quién elegir, según lo que dicte su conciencia. Sin embargo, aprovecharé este recuerdo para revisar en cuáles áreas de mi vida puedo sembrar más sabiamente, mientras intento descifrar los acordes de una canción que dice que “cada uno da lo que recibe y luego, recibe lo que da”.