La prensa internacional ha difundido en todo el mundo un debate acontecido el pasado jueves 23 de febrero, en el teatro Sheldonian de la Universidad de Oxford. El debate se tituló: "Sobre la naturaleza de los seres humanos y la cuestión última de sus orígenes". El evento, de gran impacto en la cultura académica inglesa –el salón donde se realizó la actividad fue desbordado en su capacidad, por lo que se requirieron dos salas adicionales, además de transmitirse el debate por televisión a miles de personas- fue moderado por el profesor de Filosofía, Anthony Kenny, enfrentando al biólogo evolucionista Richard Dawkins con el líder de la Iglesia Anglicana y arzobispo de Canterbury, Rowan Williams.
El evento nos remitió inevitablemente a un debate que se produjo en Oxford hace más de cien años entre la mano derecha de Charles Darwin, el biólogo Thomas Henry Huxley , conocido como "el bulldog de Darwin" y el obispo Samuel Wilberforce, a raíz de la publicación de la obra de Darwin: El origen de las especies.
Este debate implicó una tensa situación que nos da una muestra del espíritu imperante en el momento. El obispo Wilberforce, tratando de burlarse de su contrincante le preguntó a Huxley: "¿Preferiría entonces el Sr. Huxley descender de un mono por parte de padre o por parte de madre?".
A lo que Huxley respondió: "prefiero ser familia de un simio que de un hombre como el propio obispo, que utiliza tan vilmente sus habilidades oratorias para tratar de destruir, mediante una muestra de autoridad, una discusión libre sobre lo que es o no verdad".
Como se puede apreciar, en esta discusión se recurrió a la manipulación emocional para condicionar la percepción del público.
Por el contrario, en el debate del pasado jueves, primó la elegancia y las buenas maneras. Se trató de un evento lúdico que sirvió para promocionar la imagen de los académicos que protagonizaron la discusión, proyectar públicamente a la facultad y a la universidad que organizó el evento y estimular a la reflexión relacionada con estos temas.
La sociedad de Oxford y el resto del mundo presenciaron una interesante conversación sobre los orígenes del ser humano, los fundamentos del evolucionismo, el problema del determinismo y la libertad humana, entre otros problemas.
Pero al mismo tiempo, se incurrió en algunas falacias típicas de este tipo de debates. Por momentos, la discusión transgredió los límites de lo racionalmente cognoscible
El origen del ser humano, como problema científico, se solapa con creencias religiosas fundamentales. Por esta razón, resulta difícil abordarlo sin adentrarse en el terreno movedizo de la discusión religiosa. No obstante, la línea demarcatoria debe preservarse siempre, por lo que nunca debe incurrirse en el error de inferir conclusiones sobre religión a partir de evidencias científicas -como es plantear la existencia o inexistencia de Dios- ni tampoco intentar basarse en evidencias científicas para justificar dogmas religiosos.
La pregunta sobre la existencia de Dios es tan antigua como la historia de la humanidad y como todas las preguntas de su naturaleza carecen de una auténtica respuesta. La razón por la que carecen de ella es porque no son problemas en el sentido estricto del término, esto es, no son preguntas susceptibles de responderse por procedimientos racionales. Como éstos procedimientos no existen para este tipo de cuestiones, el obispo de Canterbury no podría jamás "convencer" a Dawkins de la existencia de Dios, ni Dawkins convencer al obispo de que Dios no existe. No podrían acordar los criterios intersubjetivos para establecer el problema, los procedimientos para resolverlo y los criterios para reconocer que han hallado la respuesta.
Este es el motivo por el que temas como el de la existencia de Dios son un asunto de fe, tanto del que responde afirmativamente a la cuestión de si existe Dios o algún tipo de realidad espiritual, como del que responde negativamente a la misma interrogante.
Ni siquiera nuestras lagunas en el conocimiento de un fenómeno nos autorizan a introducir una explicación de naturaleza religiosa para llenar el vacío de una discusión racional. Como tampoco la explicación científica "completa" de un fenómeno autoriza a sostener un juicio ontológico sobre la inexistencia de Dios. Cuando el obispo de Canterbury intenta justificar la existencia de una entidad espiritual, afirmando: "Darwin no tiene mucho que decir para solucionar el problema de la conciencia y no veo demasiado avance en las explicaciones científicas sobre ese tema", transgrede las reglas de juego, al intentar justificar la introducción de un principio sobrenatural para suplir la ausencia de una explicación natural. Así no funcionan la ciencia, ni la filosofía. Si procedieran de este modo, destruirían su naturaleza y su eficacia en el abordaje de los problemas.
Por su lado, cuando Dawkins, yendo más allá de su dominio de experticia, sostiene: "El ser humano es un producto exclusivo de la evolución biológica, sin intervención divina", transgrede los límites del conocimiento científico. La ciencia no tiene nada que ver con la existencia de Dios. Dios no es un objeto de estudio, no es un objeto de la experiencia. "Existe Dios" o "Dios no interviene en la evolución biológica" no son proposiciones, porque no son susceptibles de contrastarse.
Probablemente, algunas de las personas que leen este artículo se preguntarán: ¿Pero acaso la ciencia no es por naturaleza una actividad promotora del ateísmo? Les respondo que la ciencia no promueve ni el ateísmo, ni la fe religiosa. Lo que promueve es una actitud racional, una actitud metodológica que no debemos confundir con la creencia dogmática en unos supuestos ontológicos. Desde el punto de vista metodológico, la ciencia prescinde de toda explicación sobrenatural para explicar los fenómenos naturales y sociales. Pero esto no implica que la ciencia se pronuncie sobre la existencia o no de entidades que no pueden someterse a los procesos de contrastación que la caracterizan.
Precisamente un filósofo de Oxford, Gilbert Ryle (1900-1976) nos advirtió hace ya mucho tiempo sobre el hecho de que los litigios entre científicos y teólogos constituyen una transgresión de los límites de las competencias propias de cada dominio.
El último debate de Oxford debe verse como un estímulo para seguir reflexionando sobre el apasionante problema biológico y cosmológico de nuestros orígenes, pero al mismo tiempo, nos debe servir como una advertencia didáctica de no transgredir los límites de la ciencia. Al respecto, debemos recordar la advertencia de uno de los filósofos más preclaros del siglo XX, Ludwig Wittgenstein: "De lo que no se puede hablar, hay que callar".