Vuelvo a insistir que enfrentar por difamación a los comunicadores en los tribunales no es una vía adecuada.  En casos donde el fastidio es tan grande e insistente, o las calumnias tan aberrantes y personales,  entiendo que sea difícil ignorar este recurso de defensa legal.  Es guerra para cubrir en todos los frentes. Sin embargo, la opción judicial siempre favorece al difamador profesional.  Acostumbrado a verter aguas servidas sobre un gran número de personas, la posibilidad de ser demandado hace pensar al público que, como está tomando ese riesgo, algo de verdad tendrán sus avalanchas de acusaciones, intrigas y ofensas.

Si de diez personas a las que lanza agravios, tres deciden ignorar las afrentas, tal vez conscientes de que ofende quien puede, cuatro no tienen dinero para gastar en un  proceso legal, dos usan medios de difusión pública para responder y uno sólo presenta demanda, es éste último quien pesa más a la hora de pasar balance sobre la credibilidad del desacreditador de oficio.  Por eso ahora es cada vez más frecuente escuchar, con grandilocuencia melodramática al final de una andanada,  “y si no es verdad lo que digo, que me demande”. La idea es transmitir el ánimo de que los tribunales son similares a los espacios donde antes, en un duelo a muerte, se buscaba reparar el honor.  Nada que ver.  Los actos de conciliación son una caricatura y los jueces generalmente tenderán a imponer penas poco severas.

Para evitarse la lata de explicar a los magistrados el origen, pruebas o razones de sus comentarios, al difamador le basta con firmar un acuerdo para retractarse públicamente. No tiene que hacerlo frente a los agraviados y tiene libertad de acomodar el evento a la conveniencia de su agenda de trabajo.  Enfrenta gastos de publicar en espacio pagado una breve nota de disculpa, la cual deberá leer en el mismo medio por el que soltó los improperios.  El público percibe que la decisión le ha causado mella a sus finanzas y, con un poco de teatro en la lectura, cree en la sinceridad del circo de la disculpa. Con este resultado, el difamador termina perdiendo con una de las diez personas que fueron blanco de sus ataques.  Nueve tuvieron también la oportunidad de recibir su desagravio. Si quedaron con la ropa embarrada, se lo merecían.

Pero este extraordinario porcentaje de la percepción pública sobre sus  aciertos, que consigue por esta ventana legal, es probable que llegue a la puntuación perfecta de Bo Derek, 10 de diez.  ¿Cómo? Orquestando veladamente una campaña que lo presente como la víctima del proceso, con las partituras conocidas: “firmó contra su voluntad por presiones de los poderes fácticos; la parte acusadora presento la instancia con la sentencia ya redactada para los jueces; vergüenza contra dinero…”  Así quien en la justicia quiso que el público viera como le lavaban la ropa, termina peor que los nueve que no presentaron recurso legal: igual de embarrado y ahora con la etiqueta de abusador.  Consecuencia inadvertida o tiro por la culata en su mejor expresión, que también se replica en el caso de condena benigna en juicio de fondo.

Los jueces nunca van a imponer penas severas en este tipo de litigios.  En carne propia, por el ejercicio de sus funciones, sufren diariamente, y en silencio, descalificaciones morales y profesionales de todo tipo.  Al igual que todo mortal que recorre emisoras por el dial, pausa en programas de comentarios o lee artículos de opinión, se dan cuenta que denigrar es un deporte nacional al que habrá que acostumbrarse. Dos casos recientes.

Hace dos semanas escuché a un economista pasar el rolo a los abogados en el tema de competencia industrial.  Hay que saber econometría, aprendida en universidades de prestigio extranjera, para conocer y entender el tema. En un seminario que les impartió ninguno sabía lo que era el concepto de excedente del consumidor, de manera que mucho menos entender los complicados modelos con los que se interpreta el fenómeno.  De ahí ahí en arrogancia con el Krugman que admite no rebajarse a discutir con nadie que no sepa expresar opiniones en un modelo matemático.  A los abogados que les cayó eso como un block, recomiendo los trabajos sencillos, lógicos y evidencia documental de Thomas DiLorenzo sobre el origen de la legislación antimonopolio.  El otro ejemplo, en esta misma semana, y para balancear la petulancia entre las disciplinas, un jurista explicó su apoyo a la controversial sentencia constitucional sobre la nacionalidad, pero pasó más tiempo acabando a sus colegas que la critican, llamándolos abogados que estudiaron de noche, ignorantes y otros calificativos que dejaban en piropos los que utilizaba en sus tiempos el PACOREDO.

Creo que los jueces que ven la cotidianidad de casos como éstos, están conscientes que resolver el problema no está en sus manos.  Además de la arraigada mala costumbre, también se encuentran con la cuestión de valorar daños para establecer sanciones.  Se acusa a alguien por difamación y daños a la reputación, dando como un hecho que los comentarios han cambiado lo que otras personas opinaban del agraviado o que las han llevado a formarse una valoración distorsionada. ¿Cómo lo saben, cómo lo miden?  Por eso se seguirán saliendo debajo de la patana con sentencias que en lo económico no sancionan lesivamente al difamador profesional y dan una victoria moral al ofendido.  Al primero le importa un bledo perder y quedar evidenciado en registros públicos como difamador, oficio al que en realidad se dedica con mucho orgullo. En cuanto al triunfo moral,  nunca se estará seguro de su real efecto en lo que piensan las personas. Existe la posibilidad de sentir que se ha perdido el tiempo porque al difamador, en realidad, el público ya lo tenía como un orate y charlatán.

La libertad de expresión sin limitaciones legales, por los medios que las personas tengan control o disposición para opinar como les parezca, es la mejor vía para que el público haga su valoración individual sobre quien escribe o comenta.  Sin la base del amparo legal que establece el riesgo de demandas, las mentiras y acusaciones falsas de los difamadores no se sostienen en los debates donde la verdad las destruye. Así de simple.