La muerte, cual cínica cuñada, espera al ras de la puerta. Era la envidia al pasado, a las palabras que susurré a tu odio. Y la rutina como sevillana hundida en la carne privada del esternón o el espinazo, los espejos de espaldas igual a monedas, motas, el acuerdo del FMI y las huelgas del 1984. Esas razones Omayra me llevaron al primer fracaso (Miami 1987). El hombre marielito que fui entró a la Florida como perro por su casa todavía con el mameluco de furia y el bote desinflado. Contra la casa el largo viento transporta hojas secas, islas y tiburones al acecho. Cada inventario con su propio peso y cada peso en el bolsillo de una trifulca. Un conflicto neocolonial antiguo, flotando como las bellas muchachas que tostadas por el sol de largas piernas fuman una jaraca que se llama Sneaky Ninja y moribuguean en la mar turquesa del plástico de la memoria. En mí el CaribePop resoplando con la navaja todavía adentro. Miro la muerte cuñada y rezo con más vergüenza que miedo: padre tafetán gastado, madre furioso pétalo de sal, perdón de acordeón que nada soy, a veces más que una hoja, algo revoloteada por la brisa que canta como muchacha Brasilomexicana que sueña con arrebolar.