En el mundo dramático de un supermercado de la ciudad, me dijo alguien que un importante asunto del “poder” es que no sabemos a dónde iremos a parar en el proceso de este año que, sin muchos discursos, ha comenzado con la intensidad de una tormenta de nacida en la costa africana. Esa persona –que no es un teórico de la indiferencia social–piensa que vivimos en una clara poética del desespero y dice que estta situación puede conducirnos a un abismo que no podemos salvar sin paracaídas. Algunos –sin ningún sofisma de elocuencia y taciturnidad– emprenden una vindicación de la inutilidad que, sobre todo lugar del contexto de lo que está ocurriendo ahora, ningún maestro puede descifrar en mundos econométricos. Sin ninguna bebida en el bar del largo y suave argumento, se encomiendan al espíritu de algún patriota que les explique la política de aquiescencia de algunos países dramáticos. Sin estructura política de largo plazo, otros argumentan que tenemos que encontrar alguien que nos salve de la depredación de toda moral de piltrafa y estos mundos de prestaciones sistemáticas. Un concilio en otro bar de la ciudad –repleto de luces y no de Neón– llegó a la conclusión que como en Atrapados sin salida, la película de Milos Forman, basada en la novela Alguien voló sobre el nido del cuco de Ken Kesey, la población dominicana no sabe cómo responder a este stress sociológico que todo el mundo siente en la calle. Hemos descubierto que la conclusión fue que esta situación va más allá de los tapones y el caos de la ciudad, que ahora –aleluya, tiene modernas plazas para el entretenimiento de los ciudadanos. Tenemos –no lo escondamos en una canasta– gente con una extrema capacidad de pago que son capaces de comprar cuatro camisas en Zara y casi caer en la bancarrota. No podemos negar que tenemos en la ciudad de Santo Domingo, una enorme cantidad de automóviles, por ejemplo. Por cierto, el sueño de todo diputado, incluye piscina y casa en una importante playa repleta de turistas dedicados a la inspección de todos los lugares caribeños. En ese lugar, consideramos y queremos que todo sea tan chévere como el cabello de la mismísima Patricia O’Conelly, la sonrisa de Kate Middleton, o la banda sonora de un viejo disco de la banda The Doors.
Como pensamos ayer, nadie entendió esto: un día me dijeron que el mejor elemento de las propuestas contra el programa de educación escolar dominicano tenía que ver –grosso modo– con el abismo de una mala inversión. Algunos argumentan que en este proceso de la educación posterior al 4% (este argumento ha sido corroborado por profesores que conozco y me lo explicaron con cierto grado de profesionalidad y gran análisis), ha sido mucha espuma y poco chocolate. No se quieren referir a cosas más delicadas. Esta teoría de la educación dominicana era correspondida de acuerdo a una vieja tradición local. Esta tradición propone –desde los días de la Era de Trujillo– que no somos el mejor país del mundo. Entonces, nuestros niños no son los más inteligentes. Otros proponen tener una escuela de gastos superfluos. Otros dicen que comprar una butaca no hace inteligente a un niño. Un día –sin necesidad de comprender el destino de nuestra independencia económica –antes de año nuevo– ni de enternecernos con las multitudes (bajo el supuesto de un silogismo que propendiera al caos), me dije que 1. La primera estatura de un gobernante –digamos Bill Clinton, el viejo Bill, o John F. Kennedy–, era determinarse a sí mismo en su tarea de gobierno. Eso es lo que podemos leer en el libro de Colin Powell escrito por otro Oren Harari, escritor de Harvard Business Review, graduado de la escuela MaClaren, y pensador del Small Business Report de Estados Unidos. Sus argumentos me hicieron pensar en la función del gasto público de corto plazo y en las propuestas de Reagan y John Maynard. Hablemos de Balaguer, entonces. El patriota del partido reformista iba a bordo de su Ford Lincoln Continental, un auto que es preservado en el Museo Nacional de Historia en la Republica Dominicana. Lo vi cuando cruzaba por la Penson –el nombre de este autor lo leímos en la infancia y su libro era Cosas Añeja, un libro que siempre recordamos y paginas lentas de mala encuadernación. Esta conocida avenida de la capital de Santo Domingo –por cierto, una de las más hermosas de toda la ciudad si no la más linda– donde pudimos entender –1924 y 1984– que un día de béisbol en Santo Domingo era igual que una propuesta sin retorno. Pensamos en Latinoamérica. La intención era que pasara a formar parte del Council of Foreing Relations que comanda Richard Nass. Por esa razón –y otras que escapan al peligroso abismo de estas visiones- intenté no decir cuál era el estado del proceso político de estos años. El drama era la necesidad que el líder del PRM, el partido que Pena Gómez nunca conoció, mientras la otra oposición intentaría decir que todo estaba muy bien y que nada aparecería en medio de los viejos esquemas que no sabemos. Tenemos –supongamos– una urna en la mano en el proceso electoral que tenemos que enfrentar en los próximos meses.
En una extraña mañana de Febrero que podemos descifrar como parte de la contingencia de esta evolución de la sociedad de nuestros padres y nuestros hijos, le dije a la gente de un bar de Santo Domingo donde vendían martinis como vendes ideas al pasado: no están en lo correcto si piensan que el Doctor –nos referimos a Balaguer, el presidente de 1986– no sabe su propia versión de los acontecimientos de aquellos días de huelgas dramáticas y falta de petróleo. En un momento sin crisis del dólar, un hombre de quevedos ahumados, –como un día de resaca de Anthony Hopkins, el actor de Red Dragon y M. Butterfly y que se considera a sí mismo un agnóstico– me dijo que Balaguer, sin pensar en los poemas de Heine, había recibido la exacta pulsión de un estado de sueño que el no estaba en capacidad de controlar desde el Palacio Nacional. En primer lugar, no le creí esa tarde y tampoco en la noche. Pensando en el contexto histórico, el caudillo reformista diría en ese mítin –que todo el mundo vio en la programación televisiva de los principales canales de la televisión dominicana– en frente de la multitud -en un micrófono de proporciones históricas- que no era un hombre a la deriva de ninguna manera. Sin tomar en cuenta el drama de sus propias perspectivas, algún burócrata del poder después entendió cómo el trabajo de la sociedad –desde la cima hasta los límites de los últimos quintiles– funcionaría de acuerdo a ese viejo aserto que dice que somos un proceso histórico adormecido por nuestras propias indiferencias de no reconocer lo que necesitamos como país. Elegiríamos –los espectadores– en medio de una relación de largo plazo, la adivinanza de un poder en manos de grupos políticos limitados por su propia indiferencia patriótica. Esa es la razón por la que dije que ese ya no era un buen tema para discutir en ese momento sin bebidas en el bar del apartamento. Estaba sentado en medio de ese lugar que no fue cerrado sino hasta el amanecer entre mucha gente sin interés en campaña. Con la actualidad de este universo, teníamos la intención de decirle a la gente que ya no era la principal manifestación de una nueva época. Eso fue cuando, en medio de la noche más oscura de la democracia dominicana, todos pronunciaron las palabras: está bien, gobiérnanos Balaguer, háznos sentir orgullosos! Eran los años de los ochentas cuando dije que en esa pulsión de Tomas Troncoso –cronista dominicano de baseball que nos enseñó la pasión por los Cardenales de San Luis– cuando narró el homerun de Ozzie Smith. Era, recordamos con independencia de criterio y una cerveza en la cabeza, la Serie Mundial contra los Royals de Kansas City en Octubre de 1985. Recordamos –cómo no podríamos hacerlo?– que Bret Saberhaguen obtuvo el título de MVP con gran aclamación de los periodistas. Unos años después, Smith fue llevado al Salón de la Fama y vendió todos sus guantes de oro. Lo hizo en una causa benéfica por más de 500,00 dólares, no poca cantidad de dinero si consideras que un simple pan puede costarte un ojo.