Durante el siglo XVII se configuró el capitalismo moderno, el cual fue abonado por nuevas conductas sociales, políticas, económicas y culturales. En esta etapa se sentaron las bases para el desarrollo de Inglaterra como potencia hegemónica y se moldeó la estructura de un Orden Internacional que habría de prolongarse hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. El siglo XVII muestra un gran fortalecimiento del poder real que desembocará en la consolidación del Absolutismo: un régimen político que empezó a gestarse en Europa a partir del siglo XVI, se consolidó durante el siglo XVII, e inició su declive en el siglo XVIII, después de la Revolución Francesa. El Absolutismo fue el resultado de diversos acontecimientos, entre ellos la crisis económica, que fortalecieron paulatinamente el poder de los monarcas y consolidaron una forma de gobierno que resultó eficaz para controlar, momentáneamente, los problemas que se habían presentado. La figura del rey se engrandeció y el monarca se convirtió en la encarnación de la nación y en el símbolo viviente del orden y la unidad. Para fortalecer aún más esta imagen, la teoría monárquica estableció que el soberano detentaba su poder en función de un designio divino; era el lugarteniente de Dios en la tierra y, por lo tanto, nada ni nadie podía cuestionar su legitimidad. “El Príncipe soberano es quien hace la ley y por ello, está absuelto de la misma. Obra según su buena voluntad, y tiene el derecho a la disposición plena y libre de todos los bienes, tanto seculares como religiosos, para usarlos como decida en virtud de las necesidades del Estado. Como la potencia soberana del Príncipe es un rayo de la omnipotencia de Dios, del mismo modo el poder de sus representantes es un rayo de la potencia absoluta del Príncipe”. (Crouzet, Maurice “Historia General de las civilizaciones”, Siglos XVI y XVII, tomo IV, Barcelona, 1961). El teórico de este sistema fue el francés Jacques Bossuet, quien en su obra “Politique tirée des propres paroles de l’Écriture sainte” (Política extraída de las mismas palabras de las Santas Escrituras), identifica al rey con el Estado; afirma que su poder proviene de Dios y sacraliza su figura como Padre y Benefactor de los hombres. El máximo exponente de este régimen fue Luis XIV de Francia, el Rey Sol (le Roi Soleil), a quien se le adjudica la famosa frase: El Estado soy yo (L’État, c’est moi).

Desde el Congreso de Viena (1815) hasta la Primera Guerra Mundial (1914), la Estructura o Sistema Multipolar se concentró en Europa, lugar donde estaban establecidos todos sus polos o potencias hegemónicas, encabezada por Inglaterra en alianza con otros Estados líderes. Con respecto a la fisonomía política de estas potencias, todas ellas eran monarquías, aunque por supuesto, con distintos perfiles y caracteres. Desde el punto de vista económico, a pesar de sus notables diferencias, las cinco eran economías de mercado bastante desarrolladas. Si tomamos en cuenta la categoría de análisis propuesta por Calduch, estos Estados eran Grandes Potencias, caracterizados por tener los siguientes rasgos y peculiaridades: 1) Grandes riquezas materiales, recursos naturales y demográficos que les otorgaban gran autonomía y les permitían buscar la máxima expansión de su capacidad productiva, política y militar; 2) Altos niveles de desarrollo político-administrativo, tecnológico y una gran capacidad militar disuasoria; 3) Voluntad política para alcanzar y mantener una posición hegemónica y dominante.

Sobre la base de estas similitudes pudieron, paulatinamente, establecer las formas en las que se conducirían las relaciones internacionales e instauraron, aunque de manera precaria e intuitiva, los valores y principios que las guiarían. Finalmente, en cuanto a la duración de esta Génesis, desde nuestra perspectiva, debe ubicarse entre las fechas que mencionamos al inicio del párrafo anterior, debido a tres razones específicas: 1) Si bien puede decirse que después de la Paz de Westfalia (1648), nació la Estructura Multipolar, fue recién en 1815 cuando se definieron con claridad las reglas, los métodos y los principios reguladores. Hasta ese momento, las acciones que desplegaron los Estados para mantener el equilibrio, fueron más bien casuales o intuitivas; 2) Aunque las potencias entendían que evitar los conflictos bélicos contribuía a mejorar su seguridad, las guerras nunca fueron evitadas sino, como hemos analizado en Artículos anteriores, limitadas. En otras palabras, fue recién a partir del Congreso de Viena que se establecieron explícitamente los patrones, los principios y las normas que se aplicarían para impedir el desarrollo de enfrentamientos armados que atentaran contra el sistema en su conjunto; 3) Justamente, fue la creación del Imperio Francés y sus pretensiones de dominar al resto de las potencias europeas a través de las campañas napoleónicas, lo que condujo a la formación de coaliciones para impedirlo. De hecho, es este proceso el que marca un punto de inflexión destacado en este período, pues puso severamente en peligro el equilibrio de la Estructura y obligó al resto de las potencias a unirse para detener a Francia. En este contexto, el gran objetivo del Congreso de Viena fue replantear y explicitar la dirección de las acciones hacia el futuro.

Veamos lo que nos dice Henry Kissinger al respecto: “Durante buena parte del siglo XVII y todo el siglo XVIII, los príncipes de Europa entablaron innumerables guerras sin que haya la menor prueba de que tuvieran la intención consciente de aplicar algún concepto general para sostener el Orden Internacional. Sin embargo, una especie de equilibrio fue surgiendo paulatinamente de esta anarquía y rapiña. No obstante, esto no se debió a la moderación de cada uno, sino al hecho de que ninguno era lo bastante fuerte para sojuzgar al resto. De hecho, cuando algún Estado amenazaba con predominar, los otros formaban una coalición, aunque no lo hacían siguiendo una teoría de las relaciones internacionales, sino por puro interés propio. Esa teoría llegaría más adelante. Cuando terminaron las guerras napoleónicas, Europa estaba dispuesta a planear, por única vez en su historia, un Orden internacional, basado en los principios del equilibrio de poder. En el crisol de las guerras de los siglos XVII y XVIII, se había aprendido que este equilibrio no podía quedar librado al azar o a la buena voluntad de las potencias. Para consolidarlo, era necesario apoyarlo en un acuerdo de valores comunes. Este fue el desafío y el triunfo del Congreso de Viena, el cual estableció un siglo de orden internacional que no se vio interrumpido por una guerra generalizada” (Kissinger, Henry, “La Diplomacia”, FCE, Buenos Aires, 1996).